miércoles, 15 de agosto de 2012

Don Susanito y la Venus Desnuda




Esta es una historia acerca de una mujer extraña, unas estatuas vivientes, una búsqueda infructuosa y un destino cruel.

Empieza en la cocina del Castillo de Chapultepec en tiempos de don Porfirio, uno de mis lugares favoritos. Ya saben que soy bien tragón.

Cuando servía como Secretario Particular para Asuntos de Farándula del señor Presidente Díaz solía ir a su cocina a gorrear. “Pleitos con todos, menos con la cocinera”, dice el refrán, así que me hice amigo de don Hermann Bellinghausen, chef de Palacio.

Doña Carmelita Romero Rubio había mandado traer a don Hermann desde Cristianía, hoy Oslo, donde trabajaba en la casa real. Bellinghausen era jefe repostero en el palacio de Oscar II de Suecia y de Noruega. Carmelita quería un chef digno de la nobleza y lo fichó.

El alemán don Hermann se las daba de visionario. Según él, había previsto la futura independencia noruega y optó por tierras mexicanas. Eso mismo dijo cuando de improviso, poco antes de la Revolución, dejó la casa presidencial de los Díaz-Romero Rubio. Doña Carmelita, en cambio, afirmaba que lo había corrido, porque Bellinghausen se quedaba con los vueltos del mandado.
 
El caso es que con sus ahorros (o el vuelto), don Hermann puso un restaurante en la lujosa colonia Juárez, que aún lleva su nombre.

Yo mantuve la amistad con Bellinghausen y aproximadamente cada bimestre iba a visitarlo y gozar de su comida y su amena plática.

Habrá sido en 1911 o 1912 cuando, después de haber bebido un par de botellas de buen vino alemán, nos pusimos a hablar de arte y de mujeres. Don Hermann decía que los alemanes, no los ingleses o italianos, eran los verdaderos cultores de la belleza femenina, de la belleza humana. A media plática, se levantó de improviso, abrió un cajón y me enseñó un portafolio lleno de estampas que me dejaron estupefacto.

Las primeras imágenes eran fotografías de una mujer completamente desnuda, cubierta de un polvo que la hacía parecer estatua de mármol. La mujer se llamaba Olga Desmond, personificaba a Venus. Era una estatua viva.

Herr Bellinghausen me explicó que Olga posaba siempre como si fuera una obra de arte clásica. Berlín era la nueva Atenas. Esta pionera del body-paint organizaba las Noches de Belleza (Schönheitsabende) de la Asociación de la Cultura Ideal, que presidía. “El arte es mi única deidad, ante la que me inclino y por la cual estoy dispuesta a hacer cualquier tipo de sacrificio”, había declarado ella. 

La sensación que me invadió era mixta. Por un lado, admirar el cuerpo. Por el otro, el placer estético de ver algo muerto-vivo.

También me vino a la mente la reproducción de la serie de Pigmaleón, de Sir Edward Burne-Jones. El escultor se enamora tanto de su obra, que le da vida. Algo así sentía yo al ver a Olga Desmond.


Don Hermann fue por otro dossier. Esta vez eran una mujer y un hombre, en poses mitológicas. Olga Desmond y Adolph Salge.

Una escultura es un bloque de piedra trabajado para parecer vivo. Ellos generaban el efecto contrario: un humano petrificado.  ¿Había visto la Medusa a Desmond y Salge?



Bellinghausen y yo pasamos del vino al ajenjo. Amanecimos hablando de la imagen y la realidad, del clasicismo y la Venus Desnuda de Prusia.



Pasaron los años –difíciles en México y en Europa- y esas imágenes habían quedado impregnadas en mi retina. Tenía que conocer en persona a la beldad.  A principios de los años 20 tuve por fin la oportunidad de ir a Europa. En Berlín, busqué si había algún espectáculo de la Desmond. Allí me enteré que la señora era bailarina. Que había inaugurado todo un estilo y que su especialidad era la danza de las espadas. 

Olga había inventado un sistema de anotación dancística, una suerte de lectura de los pasos. Y era fan de bailar con poca ropa.

Desgraciadamente, al evento que fui –y que se presentó en esperanto, idioma más asequible que el alemán- resultó ser una conferencia sobre ella.

Mis amigos alemanes, los Von Sauerkraut, se enteraron después que Desmond acababa de retirarse, para dedicarse a la enseñanza de la danza.

Sin embargo, pude ver una película con ella como actriz: Mut zur Sünde (Valentía para pecar). No le entendí nada, pero gocé de su presencia.

Supe, entonces, que las fotos que habíamos visto originalmente Bellinghausen y yo databan de 1907, cuando ella tenía apenas 16 años. En otras palabras, era una adolescente super-vanguardista.

Bellinghausen terminó por heredar el dossier de fotografías de Desmond y Salge a su nieto homónimo, hoy periodista.

Tras la búsqueda infructuosa de aquella musa que hacía tenue la línea entre imagen y realidad, me interesé por seguir sus pasos desde lejos. Así fue que supe que, ya anciana, presenció desde el lado este de Berlín la construcción del Muro, que aplastó las flores en la primavera de 1962.

Desmond resultó ser una de esas flores. Su escuela de danza fue clausurada por las autoridades comunistas, por decadente y burguesa. Ella, que tenía 71 años, fue obligada a trabajar limpiando pisos y baños, para expiar sus pecados contra el proletariado; se sostenía vendiendo, en el mercado clandestino, las viejas postales de sus momentos de gloria, juventud y belleza.

Una noche de 1964, mientras lavaba letrinas en el metro de Berlín, en el lugar menos bello que se podía encontrar en el mundo, la muerte sorprendió a la Venus Desnuda de Prusia.  

3 comentarios:

  1. Tres comentarios... La Carmelita puro bueno le gustaba....
    Qué delicada con los cambios, mi marido de eso vive! Todo un arte el de los vueltos...
    Increíble la vida de la mujer y que triste final...
    Pregunta: Donde está el restaurante?
    Carmen Rogher

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  2. El Restaurante Bellinghausen está en Londres 95, colonia Juárez, pero ya no es de la familia del dueño original. El alemán se vio obligado a venderlo en los años de la II Guerra Mundial.

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  3. ¡Excelente artículo amigo mío! Me encantan su estilo, lo ameno de la información, le reitero mi admiración. ¡Bravo!

    Tía Toncha

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