Esta es una historia acerca de una mujer extraña, unas
estatuas vivientes, una búsqueda infructuosa y un destino cruel.
Empieza en la cocina del Castillo de Chapultepec en tiempos
de don Porfirio, uno de mis lugares favoritos. Ya saben que soy bien tragón.
Cuando servía como Secretario Particular para Asuntos de
Farándula del señor Presidente Díaz solía ir a su cocina a gorrear. “Pleitos
con todos, menos con la cocinera”, dice el refrán, así que me hice amigo de don
Hermann Bellinghausen, chef de Palacio.
Doña Carmelita Romero Rubio había mandado traer a don
Hermann desde Cristianía, hoy Oslo, donde trabajaba en la casa real. Bellinghausen
era jefe repostero en el palacio de Oscar II de Suecia y de Noruega. Carmelita
quería un chef digno de la nobleza y lo fichó.
El alemán don Hermann se las daba de visionario. Según él,
había previsto la futura independencia noruega y optó por tierras mexicanas. Eso
mismo dijo cuando de improviso, poco antes de la Revolución, dejó la casa
presidencial de los Díaz-Romero Rubio. Doña Carmelita, en cambio, afirmaba que
lo había corrido, porque Bellinghausen se quedaba con los vueltos del mandado.
El caso es que con sus ahorros (o el vuelto), don Hermann
puso un restaurante en la lujosa colonia Juárez, que aún lleva su nombre.
Yo mantuve la amistad con Bellinghausen y aproximadamente
cada bimestre iba a visitarlo y gozar de su comida y su amena plática.
Habrá sido en 1911 o 1912 cuando, después de haber bebido un
par de botellas de buen vino alemán, nos pusimos a hablar de arte y de mujeres.
Don Hermann decía que los alemanes, no los ingleses o italianos, eran los
verdaderos cultores de la belleza femenina, de la belleza humana. A media
plática, se levantó de improviso, abrió un cajón y me enseñó un portafolio
lleno de estampas que me dejaron estupefacto.
Las primeras imágenes eran fotografías de una mujer
completamente desnuda, cubierta de un polvo que la hacía parecer estatua de
mármol. La mujer se llamaba Olga Desmond, personificaba a Venus. Era una
estatua viva.
Herr Bellinghausen me explicó que Olga posaba siempre como
si fuera una obra de arte clásica. Berlín era la nueva Atenas. Esta pionera del
body-paint organizaba las Noches de Belleza (Schönheitsabende) de la
Asociación de la Cultura Ideal, que presidía. “El arte es mi única deidad, ante
la que me inclino y por la cual estoy dispuesta a hacer cualquier tipo de
sacrificio”, había declarado ella.
La sensación que me invadió era mixta. Por un lado, admirar
el cuerpo. Por el otro, el placer estético de ver algo muerto-vivo.
También me vino a la mente la reproducción de la serie de
Pigmaleón, de Sir Edward Burne-Jones. El escultor se enamora tanto de su obra,
que le da vida. Algo así sentía yo al ver a Olga Desmond.
Don Hermann fue por otro dossier. Esta vez eran una mujer y
un hombre, en poses mitológicas. Olga Desmond y Adolph Salge.
Una escultura es un bloque de piedra trabajado para parecer
vivo. Ellos generaban el efecto contrario: un humano petrificado. ¿Había visto la Medusa a Desmond y Salge?
Bellinghausen y yo pasamos del vino al ajenjo. Amanecimos
hablando de la imagen y la realidad, del clasicismo y la Venus Desnuda de
Prusia.
Pasaron los años –difíciles en México y en Europa- y esas
imágenes habían quedado impregnadas en mi retina. Tenía que conocer en persona
a la beldad. A principios de los años 20
tuve por fin la oportunidad de ir a Europa. En Berlín, busqué si había algún
espectáculo de la Desmond. Allí me enteré que la señora era bailarina. Que había
inaugurado todo un estilo y que su especialidad era la danza de las espadas.
Olga
había inventado un sistema de anotación dancística, una suerte de lectura de
los pasos. Y era fan de bailar con poca ropa.
Desgraciadamente, al evento que fui –y que se presentó en
esperanto, idioma más asequible que el alemán- resultó ser una conferencia
sobre ella.
Mis amigos alemanes, los Von Sauerkraut, se enteraron
después que Desmond acababa de retirarse, para dedicarse a la enseñanza de la
danza.
Sin embargo, pude ver una película con ella como actriz: Mut
zur Sünde (Valentía para pecar). No le entendí nada, pero gocé de su
presencia.
Supe, entonces, que las fotos que habíamos visto
originalmente Bellinghausen y yo databan de 1907, cuando ella tenía apenas 16
años. En otras palabras, era una adolescente super-vanguardista.
Bellinghausen terminó por heredar el dossier de fotografías
de Desmond y Salge a su nieto homónimo, hoy periodista.
Tras la búsqueda infructuosa de aquella musa que hacía tenue
la línea entre imagen y realidad, me interesé por seguir sus pasos desde lejos.
Así fue que supe que, ya anciana, presenció desde el lado este de Berlín la
construcción del Muro, que aplastó las flores en la primavera de 1962.
Desmond resultó ser una de esas flores. Su escuela de danza
fue clausurada por las autoridades comunistas, por decadente y burguesa. Ella,
que tenía 71 años, fue obligada a trabajar limpiando pisos y baños, para expiar
sus pecados contra el proletariado; se sostenía vendiendo, en el mercado
clandestino, las viejas postales de sus momentos de gloria, juventud y belleza.
Una noche de 1964, mientras lavaba letrinas en el metro de
Berlín, en el lugar menos bello que se podía encontrar en el mundo, la muerte
sorprendió a la Venus Desnuda de Prusia.
Tres comentarios... La Carmelita puro bueno le gustaba....
ResponderEliminarQué delicada con los cambios, mi marido de eso vive! Todo un arte el de los vueltos...
Increíble la vida de la mujer y que triste final...
Pregunta: Donde está el restaurante?
Carmen Rogher
El Restaurante Bellinghausen está en Londres 95, colonia Juárez, pero ya no es de la familia del dueño original. El alemán se vio obligado a venderlo en los años de la II Guerra Mundial.
ResponderEliminar¡Excelente artículo amigo mío! Me encantan su estilo, lo ameno de la información, le reitero mi admiración. ¡Bravo!
ResponderEliminarTía Toncha