Bueno amigos, les platicaré las peripecias de un señor de 50 años (yo) durante la Decena Trágica, hace casi un siglo.
Casi lo único que se sabe de mí es que yo era porfirista.
Cierto. Don Francisco I. Madero no me simpatizaba mucho. Sentí que don Panchito
traía mal fario desde aquel terremoto que sacudió la ciudad de México el día
que llegó a tomar posesión.
Mucha gente festejó la llegada de don Francisco I. Madero a
la capital, pero al poco tiempo, con la libertad que dio, la prensa le tundía a
diario. La prensa antimaderista, con Jesús M. Rábago al frente, fue creando un
clima de hostilidad y chunga hacia el presidente Madero. Lo veían como nueve
décadas después se vio a don Vicente Fox. Como un hombre de buenas intenciones,
demócrata, pero bastante tontito.
A principios de 1913 en los cafés y en los bares (donde se
me podía encontrar) se hablaba abiertamente de un complot contra Madero.
En la madrugada del 9 de febrero de 1913, sonidos de balazos
y ametralladora nos despertaron a mí y a la vicetiple que me acompañaba. Tuve
que apurar un trago de coñac del susto. Al poco tiempo, pasó frente a mi casa
un grupo de soldados y paisanos rumbo a la Ciudadela. Me vestí deprisa y salí
rumbo al Zócalo. Lo que encontré en el camino fue horrible. Civiles heridos que
eran socorridos en medio del caos. Los curiosos en el Zócalo vimos asombrados
que había muchos cadáveres. Uno de ellos, frente a Palacio Nacional, del
general Bernardo Reyes. Había otros soldados caídos, pero también muchos civiles.
La gente ahí congregada me dijo que había sido un intento de
golpe de Estado. Me dijeron que el general Reyes, y los generales Félix Díaz y
Manuel Mondragón habían intentado tomar Palacio Nacional, y fueron repelidos.
A mí la verdad el general Reyes me caía medio mal. Lo ví un
par de veces en la corte de Don Porfirio. Hombre presumido y lambiscón a la
vez.
El caso es que, cuando los hombres del general Villar
repelieron a Reyes y su gente, se echaron de paso a varios paisanos y gente que
salía de misa. Recordé entonces a los hombres que iban hacia la Ciudadela y
pasaron frente a mí. De seguro eran Díaz y Mondragón con los demás alzados.
No tardé en enterarme que habían ocupado sin resistencia la
Ciudadela, que no tenía importancia como fuerte, pero sí como almacén de armas.
Ahí fue cuando me dije: "esto ya se jodió, va a haber
guerra en la ciudad de México" y fui corriendo a ver a mi hija. Es que la
Ciudadela tenía un arsenal impresionante. Más de la mitad de las armas del
Ejército Mexicano estaban ahí.
Cual no sería mi sorpresa cuando, de camino a casa de mi
hija, veo a don Francisco I. Madero en Paseo de la Reforma, escoltado por
cadetes del Colegio Militar y entre vítores de sus seguidores (foto).
Este chaparrito tiene güevos", dije para mis adentros, mientras seguía mi camino. Llegué a casa de mi hija para encontrarla haciendo maletas para ir a Tlalpan, con sus suegros.
Durante su trayecto por Paseo de la Reforma, Madero se
encontró con Victoriano Huerta, y lo nombró comandante militar de la plaza, en
sustitución del herido Villar.
La cosa estaba dura. Los rebeldes estaban armados hasta los
dientes, no eran muchos y la gente antimaderista los podía alimentar. Por su
lado, en Palacio, el gobierno se hacía fuerte y don Francisco I. Madero mandó
traer tropas de todas partes de la República para enfrentar la asonada.
Fue entonces que empezaron bombazos y cañonazos entre la
Ciudadela y el Zócalo, con escasa puntería y muchas víctimas civiles en medio.
Entre los que vinieron a apoyar al presidente Madero estaba
el general Felipe Ángeles, quien combatía bandoleros zapatistas en Morelos.
En términos generales, el primer día fue de angustia y
de revisar la situación por la que atravesaban los seres queridos. También de
compras de pánico.
Al día siguiente, Huerta mandó soldados a tomar
posiciones de edificios, pero éstos fueron ametrallados desde la Ciudadela. La
metralla y las bombas provenientes de la Ciudadela pegaban por todos lados.
Pareciera que querían sembrar el terror, y lo lograron.
Ese día nada más salí un ratito a ver qué pasaba y
regresé repegado a las paredes y con una tremenda comezón en el fundillo. ¿A
poco usted no se culeó alguna vez?
El día 11, por órdenes de Huerta, un grupo de rurales
avanzó sobre la Ciudadela. Fueron ametrallados y aquello resultó en una
carnicería. Hay quien dice que Huerta quiso en esa medida diezmar a los mejores
soldados leales al presidente Madero. Capaz.
Don Francisco I. Madero, creo yo, debió destituir en ese
momento a Huerta, por inepto y nombrar en su lugar al general Felipe Ángeles.
No lo hizo.
Tal vez Madero no nombró a Felipe Ángeles, un militar
profesional y de honor, porque sabía que no era muy popular en el
Ejército. O al menos no lo era entre los altos oficiales. Pero fue un error, digo yo.
Con la excepción de "Nueva Era", dirigido por
el hermano del Presidente; la mayor parte de la prensa estaba con los
sublevados.
Para el tercero o cuarto día, los alimentos comenzaban a
escasear. Acuérdese que no había refri o nevera, sino que ir diario al mercado.
En fin, que don Francisco I. Madero tenía la legalidad
de su parte; los sediciosos tenían la pólvora y los ciudadanos teníamos el
miedo.
El Senado se le volteó a don Panchito. León de la Barra,
Emilio Rabasa, Gumersindo Enríquez le echaron cacayacas. El apoyo del Senado a
los rebeldes fue una merma de la autoridad legal. Ahora la ley sería la de la
fuerza. ¿Qué haríamos los débiles?
Por mi parte, cuando se me acabaron las provisiones,
intenté buscar refugió con mi prima Josefina (foto), en la Colonia Juárez. Mi lógica
-perdónenme ustedes- fue que los alzados iban a ganar y que me convenía estar
de su lado de la trinchera. Mi prima era bien porfirista Yo creía que, como la
Colonia Juárez estaba atrás de la Ciudadela, sería un lugar tranquilo. Estaba
equivocado. Encontré hoyos de bomba en Bucareli. Los destrozos no eran del
tamaño de los que se veían en el Centro Histórico, pero también a los ricos les
tocó su pólvora. A la casa que peor le tocó, fue a la de don Panchito. Una
turba -de seguro pagada por los alzados- la incendió.
Donde antes estaba la casa de don Francisco I. Madero,
hoy está una sede de los Caballeros de la Orden de Malta. No creo que le
hubiera gustado.
Con Josefina Somellera estuve un par de días. Ella
recibía noticias de amigos de los alzados, pero igual terminó ganándole el
miedo y huyó. Ella se fue con parientes políticos.
Yo intenté alejarme lo más posible de las balas y recalé
en Coyoacán, en casa de José Juan Tablada. El gran poeta me acogió en su casa.
Èl intentaba evadirse -o entender- mediante la lectura de los sucesos de la
Comuna de París
"Se burlaban de mí cuando construí esta casa",
nos comentó Tablada con sonrisa burlona a mí y a otro refugiado, "y ahora
es su refugio".
No sabía don Juan José que pocos años después, las
huestes zapatistas destrozarían su casa, con todo y sus bellas japonerías. Pero
desvarío. Nos llegaban a Coyoacán noticias contradictorias de lo que se vivía
en la ciudad de México. Todas manchadas de sangre.
Cuando se enteró de que los mármoles del Teatro Nacional
habían sido destrozados por un cañón, Tablada se echó una frase inolvidable: "Una
ciudad donde los oscuros mílites intentan derrocar a cañonazos a un Presidente
electo por el pueblo, no necesita teatros". Eso no obstó para que, pocos
meses más tarde, el bueno de José Juan aceptara un puesto en el gobierno de
Huerta, su baldón eterno.
A Coyoacán nos llegó la información de que Huerta había
parlamentado con Félix Díaz, a escondidas de don Francisco I. Madero Fue cuando
le dije a mis amigos: "Don Panchito, como don Benito Juárez, tiene de su
lado la ley, pero, a diferencia de él, no tiene las armas". Nos enteramos
que habían muerto varios extranjeros en los bombardeos, eso lo usó el embajador
de EU, Mr. Wilson, de pretexto para complotar.
Supimos, primero, que la policía había sustituido a los
soldados en el control de la seguridad en la capital. Después, que fue presión
de Estados Unidos. ¡Qué casualidad! El personal policíaco era porfirista, se
marginaba a los soldados leales y se daba el mando a simpatizantes del
cuartelazo.
El día 17 don Gustavo A. Madero le informa a su hermano Francisco
de la conferencia Huerta-Félix Díaz. Tras escuchar a Gustavo, don Panchito
llama al general Aureliano Blanquet, para que convoque a Victoriano Huerta y al
Felipe Ángeles con urgencia. Pero Blanquet estaba en la movida, temió que la reunión
fuera para sustituir a Huerta por Àngeles y precipitó la traición.
Frente al presidente Madero, Huerta negó ser participe
de la conspiración y se comprometió a capturar a los rebeldes en 24 horas. Mientras
tanto, Henry Lane Wilson sugería entre la clase política que sólo una renuncia
de Madero podría evitar la intervención armada. Wilson ofreció a Huerta y a
Félix Díaz el edificio de su embajada para que llegaran a acuerdos finales, el
Pacto de la Ciudadela (que en realidad fue Pacto de la Embajada). Al ese “pacto”
siguieron la tortura y asesinato de Gustavo A. Madero, hermano del presidente,
así como la detención de Madero y el vicepresidente Pino Suárez.
Huerta invitó a comer al hermano tuerto del Presidente al restaurante Gambrinus, sito en la esquina de San Francisco (hoy Madero) y Motolinía, para hablar de la situación política. Comieron y bebieron (ya se sabe que a Huerta le gustaba el chupe) y Victoriano hizo que don Gustavo pagara la cuenta antes de detenerlo a traición.
Don Gustavo A. Madero |
Tras ser detenido junto con su vicepresidente, Madero renunció, a cambio de que se le respetara la vida
(no se cumplió pues fue asesinado camino a Lecumberri) y luego vino la charada con don Pedro Lascuráin y sus 45
minutos en la Presidencia para dar un barniz de legalidad a un vil golpe de Estado.
Para entonces, las hostilidades habían cesado. Regresé a
la capital, a ver cómo había quedado mi casa. Sólo un balazo recibió. Pero en
el vecindario contaron de días contínuos de terror y escasez, de familiares muertos.
Pero al final un alivio absurdo. Digo "alivio absurdo" porque el
final de la Decena Trágica correspondió al inicio del huertismo y la etapa más
cruenta de la Revolución Mexicana.
Una cosa curiosa es que la prensa de la capital, tan
crítica con Madero, fue sumisa con Huerta, porque si criticaban, la pasaban muy
mal.
En lo personal, a pesar de que don Francisco I. Madero
no me simpatizaba, debo reconocer su entereza durante esos días. Su martirio
lavó errores. Y debo reconocer que mis simpatías por el general Félix Díaz
decayeron. Más aún porque él fue quien se alzó y Huerta quien ganó el poder.
Me queda claro que es una historia sumamente entretenida y debo confesar que me haré fan del blog. Sólo una pregunta ¿Es neta?
ResponderEliminarDon Susanito dice que netos son los sucesos, según consta en libros; exactas las frases del poeta Tablada y verídica la triste suerte de su famosa casa japonesa; verosímil es el relato personal de un clasemediero capitalino cualquiera, durante aquellos aciagos días.
ResponderEliminarMi estimado Don Susanito, este relato se disfruta mejor sin la limitación de los 140 caracteres, siga así. abrazo y felicitaciones
ResponderEliminarMe encantó su relato don Susanito, visto desde el punto de vista menos visto que es el del ciudadano común, pero que siempre es el mas certero.
ResponderEliminarExcelente.. como reí....
ResponderEliminarComo siempre escribiendo bonito Don Susanito!
ResponderEliminarApenas tuve la oportunidad de conocer su blog y ne pareció muy ameno! Felicidades!
ResponderEliminarEstá vigente la pagina?
Apenas tuve la oportunidad de conocer su blog y ne pareció muy ameno! Felicidades!
ResponderEliminarEstá vigente la pagina?