jueves, 13 de marzo de 2014

Los crímenes del Chalequero




Ustedes creen que vivimos una época de violencia inaudita en el país y en la ciudad. No se compara con mis tiempos. Están en Jauja.

Piensen que a principios del Siglo XX, la tasa de homicidios de la ciudad de México era 11 veces superior a la actual. Había el doble de asesinatos en esa capital de mis tiempos que en el Culiacán de hoy; el triple que en Ciudad Juárez… y casi tantos como en Acapulco o Caracas.

En esa atmósfera, había que ser un verdadero maldito para causar terror en la población. Cuando llegué a la ciudad ese maldito era El Chalequero.

A partir de 1880 empezaron a aparecer cadáveres de prostitutas pobres en las márgenes del Río Consulado.  Todas las víctimas habían tenido relaciones sexuales inmediatamente antes de ser degolladas, con una sevicia extraordinaria El asesino usaba la “cuchillada de borrego”, que atravesaba la yugular y llegaba hasta las vértebras cervicales. Entre las yerbas aparecían los cadáveres, cerca del barrio de Peralvillo; todo mundo sospechaba que el criminal era vecino del lugar (he de decir que de esto me enteraba por periódicos y chismes, jamás se me ocurrió poner pie en esos andurriales peralvillenses).

Pasaban los años y la lista de asesinadas continuaba. Algunas tenían nombre: Mucia Gallardo, alias La Burra Panda; Emilia Gutiérrez, Candelaria Mendoza; María Martínez; María López; Soledad González; Candelaria García; Margarita Rosas; Francisca Yerbas; y Nicolasa García.  Otras diez nunca fueron identificadas. Veinte suripantas degolladas entre 1880 y 1888. En algunas ocasiones fueron, incluso, decapitadas.

Varios testigos habían visto a las mujeres con un tipo al que apodaban “El Chalequero” antes de aparecer asesinadas. Nadie se atrevió a denunciarlo.
 
¿Quién era El Chalequero? Un tipo llamado Francisco Guerrero, pero que se hacía llamar en el barrio “Antonio Prida, El Chaleco”.  Lo describían como “guapo, galante, galán y pendenciero”, usaba pantalones estrechos y tenía, por supuesto, una gran colección de chalecos. El trabajo original del hombre era el de zapatero. En sus asesinatos empleaba un cuchillo para curtir la piel, el cual también usaba en su oficio 

Pero en realidad, parece, era proxeneta. Eso decía mi periódico El Imparcial. Según el diario, Guerrero era “el souteneur de una pandilla de mujerzuelas que se lo rifaban, como vulgarmente suele decirse”.

Gracias a la denuncia del vecino de una de sus víctimas, El Chalequero fue atrapado. el 13 de julio de 1888. Esa noche, un grupo de gendarmes llegó a la pulquería “Los Coyotes” de Peralvillo y detuvo a Guerrero, acusado de al menos veinte crímenes.

En el juicio, que fue seguido con pasión por la prensa y el vulgo, se fue dibujando el perfil psicológico de lo que hoy conocemos como psicópata. Según él, las mujeres debían una total fidelidad a sus maridos y el adulterio tenía que ser castigado con la muerte. Él era el pecado y el verdugo.

Consideraba especialmente pecaminoso el oficio más viejo del mundo; las prostitutas no guardaban fidelidad hacia ningún hombre.  Esta visión moralina del criminal era sumamente contradictoria. Y más, si sabemos que una de sus hijas se dedicaba al sexoservicio, que le dicen hoy.

El Imparcial: “Guerrero es un hombre que, en la perversidad de su aberración moral, goza y se deleita con los estertores de la agonía de aquéllos a quienes da muerte”. Incluso circuló un pasquín con un corrido dedicado al criminal, con un grabado del caricaturista favorito del populacho, José Guadalupe Posada (el que aparece en la parte superior de esta entrada).

En el juicio se pudieron comprobar sólo dos de los asesinatos del Chalequero, lo que fue suficiente para que fuera condenado a muerte. Pero el Señor Presidente Don Porfirio Diaz, magnánimo, tramutó la condena por 20 años de prisión en San Juan de Ulúa.

Meses después, empezaron a aparecer las noticias de un asesino de prostitutas en la zona de Whitechapel, en Londres. Ese asesino pasó a la historia como Jack El Destripador. Pero en esos años lo conocíamos como “El Chalequero Inglés”. Jack, como el mexicano, se decía “guardián de la sociedad”. Par de locos.

En 1908 -habían pasado veinte años- apareció el cadáver de una anciana degollada en las márgenes del Río Consulado. Un pastorcito llamado José Inés Rodríguez fue testigo de la violación y el asesinato. Escuchó gritos y oculto entre unos matorrales atestiguó todo lo ocurrido. Además, dos mujeres vieron a un hombre limpiarse en el río la sangre que traía en los brazos, la cara y el pecho.

Los gendarmes detuvieron al asesino a corta distancia del sitio del crimen, seguía lavándose las manos, como Lady Macbeth.

Mi periódico El Imparcial hizo una rápida investigación: aquel hombre tenía que ser El Chalequero, quien llevaba un par de años de haber sido amnistiado. Sucede que don Porfirio Diaz, magnánimo, había permitido salir a los presos políticos de San Juan de Ulúa. Por error, Guerrero entró a la lista.

El segundo juicio de El Chalequero fue todavía más mediático que el primero. Dos mil personas lo acompañaron a la reconstrucción del crimen.

Puro vulgo, obviamente… y uno que otro estudiante de antropología.

Para entonces, estaban de moda las teorías del Dottore Cesare Lombroso, que los Científicos criminalistas hacían entrar a chaleco (valga el juego de palabras) en todos los casos. Según Lombroso, la forma y proporción de las manos, la mandíbula, la frente determinaban si alguien era un criminal “nato” o no. En vez de discutir los motivos sociales y psicológicos del criminal, el abogado describía una bolita en el cráneo, la forma de los ojos, etcétera.

En realidad, Guerrero era un tipo de apariencia bastante normalita. Pero resultó, según los doctos abogados, que era un hombre nacido para ser criminal. A mí, la verdad,  nunca me convencieron los lombrosianos. Hay gente muy guapa y muy perversa. Y hay gente malhecha y buena.

Como Guerrero era un criminal incurable (y en eso estamos de acuerdo), científicamente se decidió que había que condenarlo de nuevo a muerte. Esta vez no hubo perdón porfirista. Pero tampoco hubo paredón. Guerrero murió antes de que se cumpliera la sentencia, de tifo, según contaban, a los 70 años, en la cárcel de Belén. 

La próxima vez que estén en un embotellamiento en el Circuito Interior, piensen: “Esto era un río, y en las márgenes degollaron a 20 mujeres”. Se acercaran, así, al otro México de mis recuerdos.

 




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