“Al fin estaba concluido el palacio, el templo dedicado al
culto de los locos despilfarros de la moda”: Èmile Zola
Ahora que ustedes están empezando a hacer sus gastos de
Navidad es hora de recordarles que las compras no siempre fueron como las
conocen. En mis tiempos, nada de tarjetas de crédito, compras por internet o
las enormes plazas comerciales de hoy.
Pero también mi generación es autora de la mayor revolución
en las ventas al menudeo de toda la historia: los almacenes departamentales.
En mis mocedades, uno compraba sus zapatos en “El Borceguí,”
su sombrero en “Tardán”, sus herramientas en “Casa Boker”, su cinturón en “La
Palestina”… Es decir, había tiendas especializadas: el paragüero, la cerería,
la corsetería, la dulcería, la tienda de artículos religiosos, etcétera.
En los pueblos no era siempre así. Vaya que he de saberlo,
porque mi padre tenía una tienda en Pénjamo, donde había de todo… tras el
mostrador.
Así eran también la mayoría de los llamados “cajones de
ropa” de la capital, que no eran simples baúles, como dicta la imaginación. Los
cajones de ropa a los que iba la gente bien tenían una sala amplia y un gran
mostrador; el dependiente te atendía y te daba las telas.
En términos semióticos, había una división tajante entre
espacio de compra y espacio de venta, la línea la marcaba el mostrador. La línea divisoria era también un espacio de
protección, especialmente para el vendedor, porque el comprador solía tener la
calle a sus espaldas. Esa es la lógica que permanece hoy, por ejemplo, en la
tiendita de la esquina y en las joyerías. Antes era la regla fija.
Había cajones famosos, como “Las Siete Puertas”, en la calle
de Bajos de Porta Coelli, o el de Derbez, en el Portal de las Flores, hoy
Corregidora. Dos de los más prósperos cajones de México se convertirían más
tarde en las primeras tiendas departamentales del país. Uno era “Las Fábricas
de Francia”, sito en el Portal de las Flores; de los señores Gassier y Reynaud.
El otro, “El Puerto de Liverpool”, fundado por los señores Ebrard y Fortolis en
la esquina de San Bernardo y Callejuela.
Precisamente en contraesquina del cajón de “El Puerto de
Liverpool”, los señores de “Las Fabricas de Francia” empezaron a construir un
edificio. Iba a ser un rascacielos. Cinco pisos, imagínense. La construcción
era espectacular, con vigas de acero traídas desde Bélgica. Durante la
construcción la gente se detenía admirada y exclamaba: “¡Están haciendo un
palacio de hierro!”. Los dueños, vivos, cambiaron el nombre.
Luego vendrían otros grands
magasins, “El Centro Mercantil” y su gran vitral, en la esquina de
Monterilla y Plaza de la Constitución, era mi favorito. Siguieron “El Correo
Francés”, “Al Puerto de Veracruz” (que siempre anunciaba: “ya viene el vapor al
puerto”), “El Nuevo Mundo” y varios otros.
Había una diferencia abismal entre este nuevo tipo de
establecimientos y las antiguas tiendas.
En los nuevos almacenes, ofrecían todo tipo de bienes de
consumo, con distintas líneas de mercancías agrupadas por secciones o
departamentos. De los diferentes departamentos de mercadería viene,
precisamente, el nombre de “tienda departamental”.
Ya no era necesario ir con el camisero, con el sastre, con
el perfumista. Ahora todo estaba en un mismo lugar. En una misma tienda, los sombreros de moda,
abanicos, tijeras, capotitos para bebé, tibores, bibelots y hasta máquinas de
coser
Estas tiendas pudieron desarrollarse por la existencia de la
burguesía y de la clase media, que comparten una cultura de consumo y de modas
cambiantes. En el México de mis recuerdos podía considerarse que 2% de la
población pertenecía al primer grupo y el 8% al segundo. 90% era el peladaje.
En todo el país, el frufrú de seda, la impecable levita, los
diminutos botines de cabritilla contrastaban con la loneta obrera o la manta
campesina. Empero, en la ciudad de México las proporciones eran distintas, si
bien el vulgo, como siempre, era la gran mayoría. Esto significa que había
espacio para esa revolución de las ventas al menudeo que significaron las
grandes tiendas.
México, que se preciaba de ser un pequeño París del nuevo
mundo, ya tenía émulos de “Au bon Marché”,
la empresa pionera.
La principal novedad para nosotros los varones era que los
precios eran fijos, lo que garantizaba intercambios y devoluciones. En
prácticamente todas las tiendas, hasta entonces, predominaban la lógica de
“según el sapo, la pedrada” y el regateo, como en los tianguis.
Entre las damas generó furor. La nueva organización generó
una relación directa entre ellas y las prendas que deseaban consumir. En los
antiguos cajones, prácticamente no podías tocar la mercancía; mucho menos,
probártela: no existían los probadores. Así, uno veía que en las nuevas tiendas
las mujeres acariciaban determinada tela –digamos, unos guantes de seda- y, al
hacerlo, la hacían suya.
Los empresarios se dedicaron a presentar sus mercancías de
manera atractiva, de crear un ambiente, un état
d’esprit relajado.
Otra gran idea fue poner baños para damas. Las mujeres de
mis tiempos solían enfermar de las vías urinarias por aguantar demasiado. Se
suponía que la calle no era para la mujer, entonces difícilmente encontraban
lugar para hacer sus necesidades, y se veían obligadas a volver a casa.
Con una atmósfera amable, baños y dinero para gastar, las
condiciones estaban dadas para que las damas pasaran largas horas en la tienda.
Tan es así que en algunas tiendas en París se habilitó un salón fumador para
que los caballeros esperaran a sus parejas entretenidas en la compra.
Otra invención fue la introducción continua de productos
nuevos… que hacían caducos y demodé a los comprados hace poco tiempos.
En fin, era la versión consumista de la plaza pública. Era
el rendez-vous obligado de las damas
de la alta sociedad.
Pero no sólo la aristocracia asistía: íbamos los de medio
pelo con pretensiones, y también solían ir las tiples y las prostitutas de
calidad. Esto tuvo una significación democratizadora en el consumo. Las putas
querían verse un poco señoras… y las señoras jóvenes, un poquitín putas. Creo
que ahora sucede algo similar.
También tuvo el efecto social de feminizar la fuerza laboral,
con las dependientas. Y de crear espacios de imitación. Las grisetas, aunque
mal pagadas, tenían acceso a la última moda y se codeaban (es un decir) con la
gente bien.
También significó un aumento de la publicidad. Al principio,
era sobre todo en prensa. Luego fue en todos lados. Casi como hoy. Con mentiras
y exageraciones, como hoy. Decían, por ejemplo, que la sección de vestidos era
atendida por modistas venidas de París y cuando mucho eran rubias grisetas.
También anunciaban reconstituyentes de virilidad, o contra el spleen de fin de siécle. No hay nada nuevo bajo el sol.
Estos nuevos grandes almacenes acarrearon la ruina de muchos
antiguos comerciantes, incapaces de adaptarse a los nuevos gustos de la época.
Las mujeres de la burguesía fueron las principales destinatarias
y víctimas del diseño y la publicidad de
los grandes almacenes. Las tiendas
consiguieron hacerse dueños de ellas, las sedujeron diciendo que las adoraban a
través de la exaltación de la belleza y el lujo.
“Aquella creación
instauraba una religión nueva; la fe tambaleante iba dejando desiertas, poco a
poco, las iglesias y su bazar las sustituía en las almas, ahora desocupadas.”
Eso decía Émile Zola, en su novela El
Paraíso de las Damas.
Ahora que los jóvenes creen que ir al centro comercial es
una buena idea para pasar el rato el domingo, sé que esa religión ha triunfado.
Es un poco viajar en el tiempo, ese sueño dorado, leer su blog, mi buen Don Susano.
ResponderEliminarLe mando un abrazo y que le inviten a muchas posadas como las de su época, con piñatas, letanías, velas y ponche.
Lorena (Genoveva, como usted me conoce...)
Una consulta me pudiera indicar la fuente de donde surgio la imagen del Palacio de Hierro, me encantarìa saber si se trata de un volante o un periodico, gracias. muy padre blog!
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