Los Fantasmas de la Colonia Juárez (I)
II. Don Pedro
Yo había ido a
comprar cigarros, recordé. Me incorporé lentamente y me eché a andar. Pero la
colonia se sentía distinta, poblada por esas entidades húmedas e inaferrables.
No los veía, pero percibía su presencia. Daban vueltas a mi alrededor. Por un
segundo me atravesó la idea de correr de regreso a la Secretaría, pero al punto
presentí que me toparía con una barrera que no podría ser vista o palpada, pero
tampoco traspasada. Me encaminé mejor por Liverpool hacia la calle de Dinamarca.
Cerca de ahí había visto otro supercito. Allí, entre las luces de neón, las
cosas regresarían a la normalidad.
Pero el
supercito salvador no aparecía. Las casas y los edificios apenas se distinguían
en la tiniebla de la calle mal iluminada. Sólo detrás de alguna cortina se
podían ver luces cansinas: alguien que lee o que ha dejado que del televisor
encendido salgan formas que habiten su sueño.
Mis pasos
resonaban en el adoquín, soltando un eco lejano. Pensé entonces, recordando a
Paz, que tal vez ese eco provenía de un lugar donde sólo es real la niebla.
Luego sentí
que esos, mis propios pasos, eran los de un extraño que me seguía, que me
estaba junto y que no me dejaba solo. Intenté apurarme, no voltear para no
encontrar ese rostro, que podría ser el mío o podría ser el de un fantasma.
¿Por qué se me
presentó Manuel? ¿Por qué a mí? ¿Por qué esta noche? ¿Acaso se ha mostrado a
todos sus conocidos apenas los divisa? ¿O el fantasma estaba en una misión y
vino a darme un mensaje? ¿Entonces, por qué la sensación de que hay más, de que
ellos pueblan por entero este vecindario de viejos palacios, casas ruinosas y
edificios superpuestos? De repente se me vino encima la sensación de que en la
colonia Juárez el tiempo se hizo nudo y, así como conviven, como en capas
geológicas, distintos tipos de arquitectura, así como coexiste lo nuevo, lo
remozado y lo desastrado, igual ahora convivían vivos y muertos, en un rizo del
espacio y del tiempo. En un lugar en el que el tiempo, detenido desde hace
años, se mantuviera en sereno letargo. En aquel momento un pensamiento terrible
se me presentó en forma de duda: “¿En qué parte del tiempo estoy?”
Y precisamente
en la calle de Dinamarca, frente al portón de una privada, vi flotar un paño,
que luego se definió como un saco color marrón. La chaqueta me daba la espalda.
Cuando intenté, cauteloso, cruzar hacia la otra banqueta, la chaqueta se dio la
vuelta y dejó ver, entre sombras, a su portador: un anciano que me miraba con
ojos azules muy penetrantes.
-Hugo
–susurró, casi suplicante- ¿te acuerdas de este viejo?
Un espasmo
acompañó mis pensamientos: “otro fantasma, ora sí ya me chingué”.
-Como no me
voy a acordar, don Pedro –le dije en voz muy alta, viendo directo a la cara
cruzada por turbias transparencias.
-¿Qué haces
por aquí? –esta vez, como solía hacerlo en vida, la voz le salía a gritos-.
Hace mucho que no te veía.
-Es que ya no
vivo por aquí –logré explicar-, trabajo en Gobernación y salí a comprar
cigarros. ¿No sabe usted de algún supercito abierto a estas horas?
La verdad,
tras los sustos iniciales, ya le andaba agarrando confianza a eso de hablar con
los fantasmas.
-¡Qué
supercito va a haber, hombre! –levantó el hombro en actitud despectiva- ¡A
estas horas!
Lo había, pero
el viejo nunca se enteró. Él dejó otra colonia y otra ciudad hace más de tres
décadas, que es lo que llevaba de muerto.
-¡Pero, vamos,
dime, ¿qué se ha hecho de mi Mariana?!
Mariana era
una amiga mía, muy querida, de la adolescencia. Vivía en la privada. Don Pedro
era su papá, pero en realidad no lo era.
-¡No me digas
que no la has visto, muchacho! –hizo un remedo desilusionado de mueca
sonriente- ¡Joder, yo que todo este tiempo he creído que estabais juntos!
Mi silencio lo
apesadumbraba.
-¿Hace cuánto
que no la ves? –reclamó- ¿En qué coño de año estamos? ¿Adónde iremos a parar?
-No la veo
hace como ocho años. Se puede decir que somos amigos. Nunca vivimos juntos
–telegrafié-.
-¡Pero os
queríais!
-Nos quisimos,
pero no alcanzó, don Pedro. La pasábamos bien juntos, pero hasta ahí. Nunca
llegó la pasión.
El espectro
fijó sus ojos en los míos. A pesar que era los de un muerto, estaban inyectados
por una furia santa.
-¡La pasión,
la pasión! Sólo desgracias trae la pasión. Y sólo desgracias trae perder la
pasión. Si no la tuviéramos y fuéramos como perros –eso sí, civilizados-, no
regaríamos este valle con tantas lágrimas.
Era el viejo
don Pedro, sin duda. Igualito. Filosofando con algo de ira y mucho de
pesimismo.
Yo conocía su
historia. A grandes rasgos, pero suficientes. Era difícil para los refugiados
españoles de su generación no vivir con una mezcla de cinismo y pesimismo. Eran
los Derrotados.
-Mira que me
he quedado para buscar a Mariana, para enterarme de cómo está.
-Pues hace
ocho años vivía en la Colonia Nápoles. Se había casado con un muchacho muy
bueno...
-Sí, sí, ya lo
sé –interrumpió con un gesto de fastidio-. O ya me lo imaginaba.
Mariana no era
su hija. Era más bien su sobrina-nieta. Ella pensó que don Pedro y doña Monse
eran sus papás, hasta el día en que cumplió dieciséis años.
-O no sé si me
imaginaba que se había casado contigo. Creo que siempre te quiso.
Esbocé una
sonrisa. Contesté con un ademán que quería expresarle: “ni modo, así es la
vida”.
-Por pensar en
ella me he quedado sin ver a mi mujer. Habrá sido la culpa. La culpa me
acompañó hasta el último momento y ni después de la muerte me deja tranquilo.
-Entonces
usted está seguro de estar muerto.
-¡Muerto como
una piedra! ¡Sordo como una tapia! ¡Solo como un perro! ¡No me digas que no lo
sabes, si soy un fantasma!
-Hombre, que
es un fantasma se nota. Pero acabo de hablar con un cuate al que todavía no le
acaba de caer el veinte de que ya se murió. Y creo que usted me escucha.
-Así hay
algunos. Se engañan. Se hacen ilusiones. A mí no me hace ilusión estar vivo.
Evidentemente
no le hacía ilusión. Una noche regresó de su trabajo y se pegó un balazo en la
boca.
-Hay un
instante, pequeñísimo –explicó don Pedro, como leyéndome la mente- entre cuando
el gatillo ha sido apretado y la bala ha atravesado tu cerebro. Durante todo
ese minúsculo lapso de tiempo pensé en Mariana, con mucha fuerza, y quise
acompañarla en el resto de su vida. Para mí ya era tarde, pero ahí entendí que
la quise mucho, realmente, como mi hija. Ya ves, la pasión me sigue.
-La primera
pasión fue la política –dibujé una sonrisa cómplice.
-¡Qué va!
–movió la mano despreciativamente, como alejando basurilla-. La primera pasión
fue la música. Siempre. Pero habemos algunos que tenemos la mala fortuna de
tener un poco de talento, pero sólo un poco, lo suficiente para darnos cuenta
de nuestra habilidad y para soñar que la desarrollamos, pero no para ser
verdaderamente capaces. El talento nos sirve para ver que no nos basta cuando
el destino ya nos hizo la mala pasada de engañarnos. Siempre tuve capacidad
para apreciar la música, para tocarla y disfrutarla. Pero era un intérprete
mediocre, incapaz de destacar. Y mis composiciones me dejaban menos satisfecho
todavía. ¡Mira dónde acabé! El joven que tocaba el cello y vivía con la ilusión
de ser como Pau Casals, terminó como músico de cabaret, divirtiendo clientes en
proceso de ahogarse en licor barato. El sino fue terrible: me quedé sordo como
Beethoven o Smetana, pero sin la centésima parte de su genio. Sordo, pobre,
tocando el contrabajo en el Run-Run, siguiendo desesperadamente con los ojos a
mis compañeros, usando la memoria y no el sentimiento. ¡Mira dónde acabó esa
pasión! Más que un hombre solo, el que se suicidó era un hombre desesperado,
porque no podía sentir ya nunca más esa pasión que le había permitido superar
el sufrimiento que le causaron todas las otras.
-En política
fue distinto –prosiguió en voz tan alta que me sorprendió que no atrajera a
otra persona o a otro espectro-. Fue una locura colectiva. Unos nos amábamos, y
odiábamos a los otros, que a su vez se amaban, mojigatamente, entre ellos y nos
odiaban con toda su pequeña alma. Era Cataluña, era España y era el momento.
Estábamos arrebatados por la ilusión de un futuro que no fue. Al poco tiempo,
estuvimos arrebatados de miedo, porque los nacionalistas nos iban a masacrar a
todos. Fue el invierno más frío de mi vida. Frío por fuera y frío por dentro,
además de la obligación de hacer que Montse sintiera mi calor. Salimos familias
enteras, y miles de combatientes para cruzar la helada frontera. No íbamos en
pos de la libertad, que por supuesto no encontramos en Francia, sino huyendo de
un terror oscuro, innombrable. Los franceses nos enviaron a unos campos de
concentración en los que solamente había un sol perezoso, arena, desolación y
mierda, mucha mierda. Creo que esto, que ya te lo he contado, fue el premio a
nuestra pasión. En mayo, llegó el primer barco que transportaría a un grupo a
México, y nosotros, que nos queríamos tanto, ya éramos ratas y nos disputamos
el lugar como ellas riñen por la comida. Unas ratas civilizadas, las de
primera, la habían disputado con política –con cuchilladas en la espalda, que
no sacan sangre, pero no duelen menos-; los otros, a golpes y a empellones.
Montse y yo logramos subirnos al Sinaia. Mi hermano y su mujer, no. Allí nos
entregaron a su hija, a la mamá de Mariana. “Nosotros ya nos jodimos, que ella
sea libre”, dijo Luis, y tomamos a la bebita. El destino había hecho que
tuviéramos una hija, nosotros que no podíamos concebir. Parecía una bendición
en medio de tanta mierda esparcida por la pasión humana de la política. El
mensaje de que el futuro existía.
-¡Y existía,
don Pedro, aquí en México! –intenté animar al fantasma.
-Al poder huir
después de una derrota tan grande, es normal, por un lado, tener esperanzas en
el futuro, pero es normal, por el otro, que el sol del futuro que se vislumbre
sea apenas tibio. Ya se te cayó la gran iglesia que pensabas construir. Te
quedaste en harapos y azotando guijarros contra el suelo. Se te desvanecen las
pasiones. A mí me quedaban mi mujer y la niña. Y una bola de amarguras a la
mitad del esófago. Me quedaba más solidaridad humana que amor.
-¿No es el
amor, don Pedro, el que lo tiene a usted todavía por aquí?
- Responsabilidad.
Culpa. Solidaridad. Tal vez algo de amor. Pero lo primero tiene un peso
titánico. La obligación, el deber. La sobriedad como único remedio contra el
hecho terrible de que otros, que no debieron hacerlo, ganaron la guerra; contra
el hecho terrible de que otros, y no yo, tienen el talento musical; contra el
hecho terrible de que los grandes enamoramientos desembocan en mera simpatía,
cuando no en odio y en desprecio; contra el hecho terrible de que la culpa no
nos abandona, de que lo que ansiamos siempre estará lejano. Hasta la muerte,
mira bien. Intento llevar con sobriedad mi condición de fantasma, aunque tal
vez en esto sea tan patético como lo fui en vida.
-Usted nunca
ha sido patético, don Pedro. En todo caso, su vida tuvo momentos trágicos.
-La tragedia es grandiosa. Yo fui un republicano, un socialista del montón. Fui un musiquillo. Fui un marido que supo estar con su mujer sólo cuando mató a la pasión. Fui un hombre que tuvo la suerte de que le fuera dada una hija, aun siendo estéril, y no la cuidé, permití que fuera víctima de sus pasiones, desperdiciara su vida cuando apenas empezaba y nos abandonara, dejándonos a Mariana. A Mariana la deserté muy joven, cuando la viudez y la sordera me hicieron hartarme de la vida. Mira, no hay gloria alguna en este fantasma. Por tanto, no hay tragedia alguna. Si soy patético, vivo o muerto, quiero tener al menos la dignidad de admitirlo.
El espectro
calló y yo también me sumí en un silencio que duró interminables segundos. Don
Pedro volvió a hablar:
-Me suicidé
porque me volví incapaz de llorar como niño. Sólo podía tener ese llanto
adulto, un llanto hacia adentro en el que todas las salidas están obturadas y
no se prueba liberación alguna. Estoy aquí porque huí de la vida como si su
soplo fuera el de un triste espíritu maligno. En la huída, la inquietud y la
debilidad de apoderaron de mi ser. Y la detestable culpa. Me quedé en el
instante en el que la bala está saliendo de la pistola. Ahí sigo, muerto pero
sin descanso.
El espectro volvió
a callar. Mi silencio parecía apenarlo.
-¿Podrás ver a
Mariana? –gritó y me susurró al mismo tiempo, a modo de despedida, antes de
traspasar la verja de la privada en la que vivió.
Los Fantasmas de la Colonia Juárez (III)
Los Fantasmas de la Colonia Juárez (III)
Buenísima la narración de esta y la parte 1, me gusto mucho el guiño a Octavio Paz:
ResponderEliminarMis pasos en esta calle
Resuenan
en otra calle
donde
oigo mis pasos
pasar en esta calle
donde
Sólo es real la niebla.
Esperamos la tercera entrega