Los Fantasmas de la Colonia Juárez (I)
Los Fantasmas de la Colonia Juárez (II)
III. Araceli
Retomé mi
camino y pasé a la calle de Hamburgo, pensando que si no encontraba una tienda
abierta, me dejaría de pendejadas y me dirigiría a Reforma. Allí seguro no se
pasearían los fantasmas.
Comenzó a
chispear. La lluviecilla tenía también un pálido ritmo, que fue penetrando mi
alma. Sentí que estaba comprendiendo la voz de la lluvia y me dio mucho miedo,
más que las apariciones. La noche se confabulaba. Quería permitirme ver a la
oscura naturaleza en pleno rostro y una cosa era cierta: yo no estaba preparado
para verlo.
Había
entendido que yo no estaba preparado para ver más allá de las superficies, para
comprender más allá de mis narices. Había entendido ya que los fantasmas
habitaban la soledad de quien rechaza su suerte y se nutre de mentiras e
ilusiones. Pero no atinaba a explicarme por qué me buscaban. Quería no pensar
en ello, llegar a Reforma, entrar a un Sanborns iluminado y comprar los
cigarros.
A las dos
cuadras, me encontré una chava muy guapa. Blusa y minifalda negras; botas del
mismo color hasta debajo de la rodilla. Sacaba de una bolsa negra, adornada con
chaquira, una cajetilla nueva de Marlboro. Parecía dirigirse a un coche
estacionado.
-Oye, perdona
–me le acerqué- ¿Dónde compraste esos cigarrros?
-De aquí de la
tienda –y señaló un edificio ruinoso y oscuro.
Antes de dar
un paso hacia él, vi el rostro de la chava. Palidísimo. Destacaban sus ojos
negros, a los que el maquillaje hacía parecer enormes, y los labios nacarados,
insólitamente secos a pesar del bilé. Los delgados brazos eran prácticamente
blancos. En seguida constaté que el edificio de la tienda estaba desmantelado.
Arbustos y espinas asomaban del carcomido portón de madera.
La aparición
me ofreció un cigarro. Lo tomé con mano temblorosa.
-Siempre te he
gustado, ¿verdad?
Entonces me di
cuenta y la piel se me puso de gallina. A esta chava yo la miraba y la admiraba
cuando era niño. Ella vivía a media cuadra de la embajada de la República
Española en el exilio y yo solía seguirla a distancia. La perseguía con los
ojos. Intentaba aspirar y absorber el rastro de su perfume en la calle. Ahora
reconocía que estaba vestida a la moda de fines de los años sesenta, tal vez
con el vestido que llevaba puesto el día en que murió.
Tenía razón.
Han pasado cuarenta años y me seguía gustando.
Bosquejó una
débil sonrisa y se pasó los dedos por el largo cabello negro ensortijado, que
parecía tener la consistencia de una nube cargada.
-Me acuerdo de
ti muy bien. Eras Huguito.
-Ahora soy
Hugo –le dije, sorprendido y halagado de que ella, a quien yo había considerado
una Venus de carne y hueso, se hubiera fijado en mi existencia cuando yo apenas
era un mocoso.
-Siempre
fuiste precoz –sonríe con un dejo de coquetería-, desde muy chiquito te
atrajeron las niñas, y las no tan niñas. Me acuerdo bien de cómo me mirabas;
eras tierno y tenías una audacia, o un gusto, que a los demás suele tardar
mucho en desarrollarse. Pasaba yo y sabía que ya no prestarías atención a las
canicas o al partido de futbol por seguir mis pasos con tus miradas. Aunque
fueras chiquito, eso me gustaba mucho. Era una admiración pura.
No sé si me
sonrojé. Poco a poco, el fantasma de Araceli me iba fascinando. La forma de
mover los brazos y las manos, que caían como breves cascadas de espuma ¿y
carne?, la seducción de sus ojos y sus labios, la figura cachonda y al mismo
tiempo inasible, el lenguaje corporal que me invitaba, las palabras melodiosas,
todo se iba combinando para que la desazón que me había acompañado desde hacía
tiempo me empezara a abandonar. Para que yo mismo comenzara a abandonarme.
Estaba por
avanzar hacia ella, para platicar más de cerca, cuando reparé en su largo
cuello, de perfectas formas. Llevaba una gargantilla de tela negra, a la usanza
de sus últimos años, que subrayaba la longitud de la nuca y le daba un aire de elegante
distinción. Entonces vi un hilito rojo que despuntaba debajo de la gargantilla.
Enfoqué la vista y noté dos cosas: una era la desproporción entre el cuello y
el cuerpo; la otra, que la hebra roja era de sangre coagulada. Ese detalle me
volvió a poner en guardia. Me recordaba demasiado las imágenes de los vampiros
a los que les sale un hilito de sangre luego de seducir a sus víctimas.
¿Era un
fantasma o era un vampiro? ¿Qué habían sido Manuel y don Pedro? ¿Les habría yo
donado, sin saberlo, algo de mi vida y de mi esencia? ¿O habría dos clases de
semimuertos merodeando la colonia?
Con Araceli
sentí claramente un desgarre. Una parte de mí ansiaba fervientemente acercarse
a ella, entrar con esa figura femenina al mundo de lo desconocido. Otra hubiera
ya pegado la carrera hacia el refugio luminoso de Reforma si no hubiera estado
maniatada por la curiosidad. El desgarramiento se resolvía en algún lugar del
vientre, en un punto entre el corazón y las vísceras, muy cercano al diafragma,
que temblaba ostensiblemente. Le di una fuerte chupada al cigarro.
-No tengas
miedo –dijo con una risa burlona que, sin embargo, me invitaba-; no te voy a
comer.
Hice acopio de
fuerzas para no dejarme llevar por ninguno de los impulsos que amenazaban con
desbarrancarme. Adivinaba en los ojos de ella la seguridad de que me vencería y
me llevaría consigo. Tenía que resistir a su vano canto de sirena. No obstante,
internamente bramaba por seguir escuchándolo.
-¿Por qué te
has presentado ante mí? –le pregunté, por fin- ¿Qué quieres? ¿Qué pretendes? –y
mi tono era ya casi desafiante.
La figura
sonrió de nuevo. Esta vez casi con cautivadora ternura. Se recargó en el auto,
abriendo ligeramente las piernas. Habría que estar en guardia.
-Te podría dar
muchas respuestas –dijo-. Te podría decir, por ejemplo, que tú fuiste quien me
buscó. Que no es cierto que quienes dejamos de estar vivos nos aparezcamos así
nomás, por gusto, si no somos de alguna manera convocados. Te podría asegurar
que me llamaste, que en un sitio perverso de tu mente has soñado en hacer el
amor conmigo, sin importar condiciones. Soy tu primer sueño húmedo, Hugo. Por
tanto, también soy el último.
De nuevo se me
puso la carne de gallina. Me dio frío. La preocupación de que yo tampoco estaba
vivo se hizo cada vez mayor. ¿Me habría atropellado un borracho cruzando
Versalles? Entonces volví a respirar hondo, para cerciorarme de que a mis
pulmones entraba oxígeno. Si eso no bastaba, me quedaba la clara sensación del
corazón dándome tumbos. ¿Por qué eran los fantasmas tan dados a pronunciar
frases que me hacían dudar de mí mismo?
-Podría
decirte, si te complace, querido Hugo, que vine a contarte la historia de mi
muerte, motivo de tantos rumores y que calentó tu mente de niño que despierta
al sexo. Te podría dar una versión falsa y tú la creerías de todos modos.
Podría ser una mentira que dulcifique las circunstancias en las que dejé el
mundo. Podría ser una que las hace todavía más escandalosas y morbosas. Quizás
podría ser que quiero ser de nuevo seducida por la carne y estoy aquí para ver
qué tan cierta es la fama que has propagado al mundo entero. O finalmente,
porque las mascotas que tenía se me escaparon.
Me volví a dar
cuenta de que estaba vivo –al menos, de que no estaba muerto del todo- al
advertir dos sensaciones contradictorias: las rodillas que flaqueaban y el
cosquilleo en el bajo vientre. Me dije que tenía que estar muy consciente de
mis percepciones físicas para no dejarme llevar por la marea de su voz.
Ella sabía
demasiado. Mi primer sueño húmedo. La fama que presumía “en el mundo entero”, a
través de cuentos porno soft en Internet, en los que mi dotación viril
era motivo de gozo, deseo y envidias. La aparición parecía haber escudriñado en
lo más íntimo de mi ser. Eso decía su mirada embarrada, que sólo se enfocaba a
mi alma.
¿Y si la había
inventado yo en un insólito delirio? ¿Cómo demostrarme su existencia o su
inexistencia? Por un segundo, sentí el impulso de abalanzarme hacia ella, para
no palparla, para comprobar que era humo de mi mente. El miedo me detuvo. Si no
era producto de mi creación, estaría yo en su red.
El caso era
que Araceli me traspasaba con su mirada. Ante ella, yo era el transparente. Y
ella, a pesar de su calidad de espectro, era opaca para mí. Como sólo pueden
serlo los mitos. ¿Estaba yo dispuesto a correr los riesgos de envolverme con
ese mito?
Tenía que
hacerme de una estrategia para conocerla más, comprender sus intenciones, ganar
tiempo y, en todo caso, pensar en una salida digna.
-Quiero saber
cómo moriste –dije al fin-, mi vida sexual ha quedado marcada por los relatos
que siguieron a tu muerte –y en verdad, bien mirado, no mentía.
-Morí en un
accidente de auto, eso todos lo saben; fui despedida hacia arriba y, cuando el
coche volcó, quedé degollada entre el asfalto y el borde del quemacocos –pasó
el índice y el pulgar por la gargantilla negra, la apretó como para demostrar
que lo que cubría era un vacío.
-Bueno, eso lo
comentaron todos en la colonia.
-Tú quieres
escuchar lo otro, ¿verdad? –dijo, y acompañó sus palabras con una deliciosa
inclinación de la cabeza, dando a entender que aquello era parte de su juego de
seducción.
Asentí serio,
casi infantil.
-Yo siempre
quise mucho a mi hermano Jaime. Mostraba hacia él, desde pequeña, una dócil
ternura, mezclada con admiración. No se puede usar otra palabra. Rubio, alto,
fuerte, bien proporcionado, con facciones que eran al mismo tiempo dulces y
masculinas. También era brillantísimo. ¿Cómo podría describirlo sino así? Inteligente,
vivaz, para él no había verdades definitivas, se cuestionaba todo con las
preguntas más punzantes que te puedes imaginar. Desde muy pequeño
asombraba a mis papás, que son profesores universitarios. Figúrate a mí, que le
llevaba sólo un año.
-Llegó la
adolescencia y descubrí que le gustaba mucho a mis amigos y compañeros –se pasa
la pálida lengua por los pálidos labios-. Por supuesto, yo también encontré que
me gustaban. Me gustaban sus lisonjas, la súbita timidez que mostraban frente a
mí, la sensación de superioridad que eso me daba. Ellos hacían grandes
esfuerzos por acercarse y merecerme. A mí sólo me bastaba ser yo misma. Sin
embargo, siempre los comparaba con Jaime. Frente a él, mis pretendientes eran
unos mocosos frívolos. Unos fantoches. Unos torpes chimpancés –y frunce el
ceño-. No me maravillaba que ellos me admiraran y me desearan. Entre desdenes,
les dosifiqué mis gracias. Jaime no, Jaime tenía esa ambigüedad maravillosa que
hace apetecibles a ciertos hombres elegidos.
Esa confesión
ratificaba un elemento esencial de la leyenda de Araceli. Cuando pensaba que
eso también me permitía el respiro de escucharla sin esperar un avance de su
parte o de la mía, Araceli terminó la frase:
-He de decir
que he adivinado una ambigüedad similar en tu mirada.
Tenía que
mantenerme en guardia. Ella seguía hablando, pero entendí que su retórica me
tenía a mí como objetivo final:
-Una tarde
Jaime llegó a cenar y sentada junto a él, me di cuenta de que lo miraba con
otros ojos, no con los de hermana. Sentí que mi boca temblaba, que mi furia
interna se amansaba ante su presencia. Que sólo ante él podía inmolar mi soberbia
y mi libertad. Sólo con él podría sentir la felicidad de abandonarme, porque
sólo él era capaz, a mi sentir, de conducirme.
-Seguí
saliendo con varios muchachos –continuó-, pero mi corazón estaba con Jaime.
Ahí, guardado. Si bien me contuve, cuando un novio efímero me besaba, de cerrar
los ojos e imaginar que estaba con mi hermano, pasé noches envuelta en sudor,
inmóvil, con la amarga convicción de que mi amor estaba prohibido, de que lo
más bello que había sentido en la vida era abominable, algo vergonzoso que
tenía que esconderse. Esos conflictos me desgastaban y amanecía agotada,
frágil. Llegué a acostumbrarme a esa autoflagelación. Incluso a amarla.
Así que detrás
de la jovencita aparentemente despreocupada que me llenaba las pupilas, había
una historia de pasión, y martirio. El canto de sirena iba envolviéndome.
Araceli se deslizaba lenta y progresivamente hacia el portón del edificio en
ruinas.
-Hubo un
momento, una noche en el sesentayocho –prosiguió ella, acomodándose la
cabellera de niebla- que Jaime dejó entrever que la fascinación era mutua. El
había entrado a la Universidad, estudiaba filosofía y se dedicaba a divulgar a
todos sus hallazgos, con los que derrumbaba ídolos, catedrales y civilizaciones
enteras. Vieras, Hugo, él era muy sensual, pero su principal zona erógena era
su cerebro. Esa noche, pues, con la mirada brillante, pero con actitud
displicente, tumbado lánguidamente como pachá en el sillón, y como quien no
quiere la cosa, dijo que el tabú del incesto era “una despreciable construcción
cultural, una camisa de fuerza social”. Recuerdo perfectamente esas palabras.
Recuerdo perfectamente que me veía por el rabillo del ojo mientras las
pronunciaba.
Por un
instante, la figura de Araceli se confundió con el portón apolillado. Al
siguiente, yo ya había recargado mi mano sobre la madera, y la puerta se había
entreabierto. En la penumbra, su álgida, pero emocionada voz seguía hechizándome.
-Las
prohibiciones sexuales, decía mi hermano, eran edificios artificiales erigidos
por la sociedad para mantener las jerarquías. Como el Estado, eran una máquina
de opresión que nos mutilaba y nos impedía el contacto con nuestra verdadera
naturaleza. Yo había sentido durante meses y años mi alma amputada por la
ausencia de Jaime, oprimida por la imposibilidad de amarlo como yo quería,
ladrándole a la noche como perro sin amo, y ahora él, bienaventurado, me decía
lo mismo. Sugería con sus frases, pero también con su mirada, que nuestra
verdadera naturaleza era fusionarnos.
Bajé por un
momento la vista y de repente sentí una humedad añeja que se me pegaba al
cuerpo. ¿Era ella? Cuando me sacudí y realcé los ojos, Araceli se había
adentrado unos metros y estaba de pie frente a un marco vacío: la entrada a lo
que fue un departamento. ¿Me tocó para distraerme? Pasaron varios segundos para
convencerme de que no era cierto: la humedad rancia estaba ahí, era una
particularidad de esas ruinas. Luego me desconvencí y apareció otra duda:
¿habré sido inoculado por ella?
¿Por qué no me
largaba ya? ¿Qué me retenía, qué maldita curiosidad me hacía penetrar una casa
oscura de paredes corroídas, con grietas por las que se puede pasar la mano, en
persecución de un fantasma? ¿Era de veras tanto mi deseo? La razón luchaba.
Para mí Jaime no había sido más que un güerito distante, algo mamón. Para ella,
cada frase suya de estudiante frívolo, era la Verdad Revelada, un misterio de
amor. Ese sesentayocho de ruptura y reventón, pero no de revolución, que fue lo
que retomé, admirado, de la generación de mis hermanos, sirvió en mucho para
darle en la madre a mi vida. ¿Por qué no escapaba de una vez por todas? ¿Por
qué ansiaba superar mi miedo y seguir escuchándola? Mis pies, mi cuerpo entero
desobedecían, obstinados, al cerebro.
Sentí otra
caricia helada en el mentón. El fantasma continuó su historia:
-Y una noche
regresábamos Jaime y yo de una fiesta. Nos habíamos divertido mucho, habíamos
bebido y, en el coche, cruzamos miradas y sonrisas. Esa sonrisa cómplice que ya
sabes. Pasó su mano sobre mi cabello. Cuando lo fue recorriendo, entendí que yo
lo atraía, que lo excitaba. Me recosté en su pecho. Me colgué de él un segundo,
luego empecé a juguetear, pasando las manos por el torso, pasándole con mis
uñas el hormigueo que sentía en el estómago. Bajé al abdomen, toqué los muslos
y percibí que tenía una gran erección… como la que adivino que se está gestando
en ti. Cerré los ojos y recorrí su verga con mis manos. Grande y rígida y vibrante
y viva. Tengo grabada esa magnífica sensación táctil. Entonces escuché un
rechinido, las láminas que golpeaban, todo dio vueltas y salí volando. Pero no
al cielo, como ves.
Hizo una
pausa. Alzó los ojos y me miró:
-Y como que me
quedé con ganas de más –dijo, con una sonrisa de niebla, avanzó y me tocó el
muslo, fue subiendo la mano hasta que, de la sensación glacial me retiré un
paso, sin dejar de observarla.
-Serás mío, lo
sé – vaticinó-. Lo han sido tantos, ¿sabes? Aun después de muerta. Aun carne
con carne.
-¿Carne con
carne? –inquirí-. Pero si me tocas y es un viento helado.
-Yo tenía una amiga en la prepa, Marcela,
no sé por qué la escogí, tal vez porque era guapa, o si fue casualidad. A lo
mejor en el momento anterior a la muerte se produjo en mí una descarga que se
esparció de forma aleatoria y terminó alojándose en su cerebro o en su alma.
Así ella tuvo conciencia de mí, o para decirlo con palabras que me gustan más,
yo la poseí.
-Y viviste en su cuerpo –concluí.
-A ratos. Los suficientes para enseñarle
el baile de la gallinita, para hacerla buscar hombres de manera casi
desesperada, para que encontrara a Jaime, lo sedujera y soñara equívocamente
que él le había puesto yombina en la copa mientras yo gozaba plenamente el sexo
del hombre que amé. Pero ella sabía que yo la ocupaba, y huyó. Se fue a París.
No la pude seguir, no sé si sepas que los fantasmas nos quedamos siempre cerca
de donde vivimos o donde morimos, pero sentía el contacto. Marcela ya estaba
infectada de mí, y acabó suicidándose diez años después.
-Eres
infecciosa –dije, pero sin querer correr, y es que hay quien le huye a la vida,
como si ese soplo fuera el de un triste, maligno espíritu. En la huida, la
inquietud y la debilidad se apoderan de su ser. Así me sentía.
-Apasionadamente
infecciosa, Hugo.
“Hay una
entrega que es de muerte. Una entrega que es de vida. Tengo que conformarme con
la primera”, me dije. Su cuerpo –o su no-cuerpo- era un océano en el que me
disolvería.
La nombré:
Araceli. Postulé su nombre. “No eres cosa”, le dije, sin abandonar mi miedo,
“eres energía”. Caminé hacia ella y la abracé, y sentí como si miles de plumas
revolotearan alrededor mío. Lo hacían lentamente, en una danza sin tiempo, me
envolvían y me atraían con una gravedad irresistible. Entendí entonces que el
erótico es un reino acechado por fantasmas. Está allí donde la corporeidad se
pierde: en esa precisa frontera en la que la materia no es valladar de la
muerte, y la vida y la muerte se fusionan. Me fui contra un muro y dulcemente
me dejé caer.
En un cambio
brusco de ritmo, sentí como una ráfaga me abría súbitamente el zipper del
pantalón. Y de repente escuché que alguien cantaba desde quién sabe qué
inframundo:
Che gelida manina
Se la lasci riscaldar.
Cercar che giova?
Al buio non si trova.
Ma per fortuna
è una notte di luna,
e qui la luna
l'abbiamo vicina.
Se la lasci riscaldar.
Cercar che giova?
Al buio non si trova.
Ma per fortuna
è una notte di luna,
e qui la luna
l'abbiamo vicina.
Continuaba el
aria, y yo entendía cada una de las palabras: “¿Quién soy. Soy un poeta. ¿Y qué
hago? Escribo. ¿Y cómo vivo? ¡Vivo! En mi alegre pobreza derrocho, como gran
señor, rimas y cantos de amor. De sueños y quimeras y de castillos en el aire,
tengo el alma millonaria”.
Esa voz era
conocida. Sí. Era la del orate inofensivo que rondaba la colonia cantando ópera
cuando yo era niño, y que, al acabar la tercera o cuarta aria, se acercaba a
saludarme y se presentaba como David Pedro Carolino José Carlos Mariano del
Refugio Anselmo Julio Antolín y quién sabe cuántos nombres más. Volteé a la
zona de donde provenía la voz y divisé no uno, sino dos fantasmas. Uno era el
desastrado cantante. El otro, un hombre canoso y ligeramente encorvado, de
mirada triste. Intuí o, es más, alcancé a adivinar que era Jaime, probablemente
muerto hace poco, y que ahora la hacía de voyeurista de su hermana.
El rostro de
Jaime tenía la triste palidez de la locura, una palidez de luna. ¡Eso es!
Manuel y Don Pedro eran fantasmas cuerdos. Estos otros estaban locos. David
Pedro Carolino José Carlos seguía cantando, para animar la velada:
Nessun dorma! Nessun dorma!
Tu pure, o, Principessa,
nella tua fredda stanza…
¿Qué había en
las costas de la Isla de las Sirenas?, intenté recordar. Mi mente había
corregido por años la imagen primera, la que tuve cuando leí La Odisea. No es cierto que hubiera sólo
riscos y que el peligro fuera un naufragio. La playa estaba cubierta por una pila
de cadáveres de los marineros que habían sucumbido al canto y fueron devorados.
Había estado
toda esta noche en la frontera. Entre la vida y la muerte. Entre ser y no ser.
Había estado en el quicio, como Manuel. En el instante en que la bala está a punto
de salir de la pistola, como Don Pedro.
Entonces pasó
algo fenomenal. Miré hacia arriba, en ese departamento sin techo y vi cómo las
nubes se movieron hacia la luna y ésta, con su punta cortante, las venció, las
separó. “El ojo corta la navaja”, pensé; “es capaz de cortar el corte mismo”.
Al instante, el súcubo se fue desvaneciendo. Me incorporé, y cuando caminaba
hacia la salida, rumbo la calle y el aire libre, aún se escuchaban destellos de
la última aria:
Dilegua, o notte!
Tramontate, stelle!
Tramontate, stelle!
All'alba vincerò!
vincerò, vincerò!
No tardé en darme cuenta de que
el resplandor de aquella maravillosa luna cortante era menor porque ya amanecía
y empezaba a oler a pan. Sentía una ligera brisa en la cara: fresca, pero no
helada. Sentía cómo me volvía la sangre. La liberación.
-¿Qué sentiste? –escuché una voz
a mi espalda.
Me di la vuelta y, para mi
sorpresa, y nuevo sobresalto, ahí estaba todavía Jaime. Agucé la mirada:
parecía un espectro, pero no lo era. Sólo un hombre demacrado, de melena
blanca, un poco sucio y con una mirada triste.
-Sentí bien feo: un vacío que me
jalaba, y que no me soltaba. Pero me pude cortar. Un rayo pasó por mi mente y
me corté.
-Ella me invita a verla –dijo, a
manera de explicación, con una voz un tanto apagada-. Desde hace años me quiere
mostrar que es capaz de seducir a hombres vivos. Que es como decir que yo le
quité lo que más le importaba al momento de morir, y que de todos modos no se
lo quité. Soy su hermano, no sé si me reconoces.
Asentí. Tomé una bocanada de
aire.
-No ha de ser fácil tener una
muerte como la que ella tuvo –dije. El hombre, ya de por sí encorvado, se
agachó un poco más, tal vez empujado por el peso de la culpa.
-Ni fácil desengañarse de no
estar muerta. Ni fácil pasar los años pensando en lo estúpido y provocador que
puede ser uno. Pensando en qué fácil que se te hagan pedazos tus ideas
grandiosas y tu vida. En un instante, cataplum, todo se hace añicos. Y ya no
vives.
-Pero estás vivo, tú no eres un
fantasma –repliqué, en la esperanza de que me lo confirmara y también de que
terminara de amanecer.
-No estoy muerto. Tengo cuerpo,
piel, me da hambre y sed. A veces me río. Siente mi cuerpo -y me toca levemente
la espalda-. Pero tampoco puedo asegurarte que estoy vivo de verdad. Me la paso
huyendo de la escena del crimen, y cargo conmigo a su fantasma. Primero creía
que eran pesadillas, que con los años se me pasarían, pero ella volvía en mis
sueños a atormentarme. Y luego, fuera de mis sueños: “Ven conmigo”, me decía,
“hagamos el amor en un mundo sin fronteras”. Yo sabía que pretendía que me
suicidara, pero no lo hice… no lo he hecho. Porque sabía que mi rollo juvenil
era endeble, y a fin de cuentas los tabúes son inamovibles. No se puede cambiar
todo y esa fue mi derrota. Me la he pasado a medio camino, como esclavo: elegí
no vivir para no morir del todo. Por eso la veo.
-¿Y ves a todos los que la
acompañan?
-A todos los que conocí alguna
vez, aunque algunos parecen a veces muy extraños. De tanto olvidarme del mundo
real, para no sufrir la existencia, convivo más con fantasmas, y me convertí en
su informador. Vengo a sus citas, y es –aunque te parezca extraño- lo que da
sentido a mi ser.
-¿Araceli me habrá citado a mí?
-Yo le platiqué
de ti, le dije que escribías cuentos eróticos bajo seudónimo. Pero tú viniste
por tu propio pie. Tú la viste.
Eso quería
decir que, sin saberlo de manera consciente, yo había elegido salir esa noche
para encontrarme con los fantasmas. Que había fumado como condenado para agotar
mis cigarros y las reservas de mis compañeros. Que cambié de ruta para ir como
corderito al cadalso. Pero sobre todo, que yo también había elegido no vivir
para no morir del todo. Por eso los podía ver, y pude interactuar con ellos.
-Ah. Entiendo. Que te
vaya bien –dije por cortesía, a sabiendas de que Jaime tenía razón: lo que él
tenía no era vida-. Gracias por la advertencia –y el hombre pálido esbozó una
tibia sonrisa, bajó la cabeza, levantó el brazo a manera de saludo, se dio la
vuelta y se alejó.
Tomamos caminos distintos. No tenía
caso regresar hacia Bucareli, así que me encaminé a Reforma. Quería caminar por
calles menos estrechas. Jalaba el aire con fuerza, como queriendo tragármelo
todo, y me venían accesos de tos. Escupí unas flemas. Quise pensar que en ellas
tiraba parte del espíritu de los fantasmas que se me había metido en los
pulmones. Sabía que otra parte me acompañaría todavía mucho tiempo.
Supe también que ese mismo día
iría a vivir otra vida. La mía. Había visto efectivamente la muerte, pero la
luna podía cortar una nube y el ojo podía cortar una navaja. No sólo había
vislumbrado. Había visto. Y había elegido bien.