martes, 3 de septiembre de 2013

Merolyco y el secreto de la longevidad




Advertencia primera: la siguiente historia tiene tintes de ficción, pero es mucho más lo que tiene de cierto.

Advertencia segunda: en la historia se revelará explícitamente un secreto; pero en realidad es sólo parte del Secreto.

Cuando llegué de Pénjamo a estudiar a la ciudad de México, era yo un adolescente naif, pero con ganas de conocer mundo. Me juntaba con jóvenes provincianos como yo, y hacíamos muchas correrías por los andurriales. Eso preocupó a la gente bienpensante de mi familia.

Corría 1880 y los Somellera –que son la parte catrina de mi linaje- me presentaron a distintas damitas de sociedad, para que me juntara con gente bien. Una de estas damitas elegantes era la joven Tonchita, que ustedes conocen en Tuita como la @TiaToncha

Con la simpática Tonchita solía dar largas caminatas diurnas –siempre diurnas- por la ciudad, envuelto en amable conversación. A veces  me invitaba un buñuelo con miel de piloncillo, que degustábamos mientras dábamos la vuelta.  En una de esas vueltas, vimos una extraña carroza, que a lo lejos parecía lujosísima. A un lado de ellas, una suerte de tendajón colorido.

Sobre un templete, en el Portal del Coliseo Viejo, gesticulaba un hombre extrañísimo. Un extranjero vestido de una manera estrafalaria. Tenía el cabello largo y rubio, una tupida barba que adornaba con una trencita, decenas de medallas colgadas al pecho. Y hablaba y hablaba.

Don Artemio del Valle Arizpe lo describió a su alambicada manera. Tenía un “traje lleno de faralaes, con mucho ringorrango y firuletes” (como lo pueden ver en la imagen de arriba, mientras se atravesaba cuchillos en el cuello).

Una pequeña multitud se congregó a su alrededor. El hombre se presentaba como el Doctor Rafael de Meraulyock, eminente galeno de origen suizo.

La joven Tonchita y yo nos quedamos, muy entretenidos, a escuchar el diluvio de palabras mal pronunciadas que venían de la boca de aquel hombre.  El tal Meraulyock se decía taumaturgo; es decir que podía curar con su toque; se decía cirujano “clásico u  ordinario”, se decía dentista. También vendía toda clase de remedios. El Aceite de San Jacobo, por ejemplo, que curaba “flatos, dolencias, cólicos, malos humores…”. El bendito aceite hasta te quitaba “esos molestos callos que no lo dejan a usted señor, señorita, caminar, esas horribles callosidades…”

Una imagen adecentada del tal Merolyco
Si había que creerle, el Doctor Merolyco curaba ojos chicos, boca grande y almorranas. Tonchita y yo empezamos a reírnos con tanto invento.

Seguía Meraulyock con su catilinaria: vendía “esmaltelina sin rival, que restaura muelas y dientes, boca y encías… le quita a Vd. el mal aliento”

También decía tener un bálsamo milagroso vegetal, “para todas las enfermedades” y para “extender la juventud”. Costaba una fortuna: 3 pesos. Otro producto, aún más caro, era el Elixir Godineau, "recomendado para prolongar la vida”. Valía diez pesos la botella (a lo mejor regateabas y te lo dejaba en siete).

Junto al doctor, dos asistentes se encargaban de expender la mercancía, que –en contra de nuestra lógica- se vendía como pan caliente. Una ayudante era una jovencita muy rubia, de mirada apagada, que ha de haber sido pariente del sedicente doctor. El otro ayudante era casi tan extraño como Meraulyock. Un hombretón joven, vestido con traje de niño. Tela escocesa, pantalones cortos y moñito.

El mocetón tenía voz tipluda y un lenguaje peculiar. Le decía “papá” y “mamá” a los adultos y “cuatito” a los jóvenes y niños.

“Mira Mamá, si compras tres paquetitos de estos deliciosos malvaviscos que quitan la tenia, te llevas cuatro. ¿Juega?”

El extraño asistente del Dr. Meraulyock
“Cuatito, si quieres el doctor Merolyco te puede sacar la muela sin dolor”, le dijo a un lépero que evidentemente tenía la boca infectada. Supongo que el pelado estaba desesperado porque aceptó. Entonces Meraulyock anunció con bombo y platillo que haría una operación sin dolor.

Pusieron al pobre hombre en una silla, le amarraron los brazos, le dieron a tomar un trago de “bálsamo”, que supongo que era aguardiente… El sedicente doctor sacó entonces unas pinzas, las mostró al público, se abalanzó sobre el muchacho y de repente, ¡pum¡ un disparo de pistola

Tras brincar del susto, Tonchita y yo vimos que el mocetón vestido de niño había disparado al aire; luego volteamos y vimos al doctor. Merolyco blandía triunfante una muela en las pinzas. “Está usted curado”, le dijo al muchacho, y le dio una gasa para que mordiera.

El joven salió con la boca sangrante, sobándose la quijada, pero con una sonrisa idiota. La gente se agolpó alrededor del tendajón.

“Este Merolyco se burla de la candidez de la gente”, dije a Tonchita en voz muy alta para que me oyeran, “vámonos de aquí”.

"¡Válgame Dios!", exclamó Toncha, "hay que estar locos para creer en esas patrañas".

Muchos compartían nuestra opinión. Los doctores de la época denunciaban a Meraulyock y otros charlatanes –casi todos extranjeros-.  Francisco Patiño, Secundino Sosa y Maximimo Río de la Loza advirtieron de estos engañabobos y denunciaron los fraudes médicos.

Sosa: “debe impedirse que hombres sin pudor y conciencia salgan exabrupto del banquillo de una sastrería para declararse médicos”. El doctor Río de la Loza decía que el espectáculo reemplazaba el arte de curar y que no había separación entre vender remedios y tratar a un enfermo, e iba más lejos: decía que debían prohibirse los anuncios de medicina. Toda venta debería requerir receta médica.

Como quien dice, Patiño, Sosa y Río de la Loza eran la Cofepris de antes. Lograron que se estableciera un año de cárcel y mil pesos de multa a charlatanes. Pero entonces, como ahora lo ven en TV, a la legislación los charlatanes –antes merolicos, hoy pseudolaboratorios- se la pasan por el arco del triunfo.

Pero desvarío. Esa noche fui a tomar unas copas a una cantina en las calles de Guerrero. Empezaba a aficionarme a una bebida nueva: el ajenjo.

En la cantina, para mi sorpresa, encuentro al mocetón ayudante de Meraulyock, que se empinaba un catalán tras otro, y hablaba con voz grave.Me le he de haber quedado viendo demasiado fijamente, porque vino a mi mesa. “Cuatito, tú crees que somos unos mentirosos, ¿verdad?”

No pude sino asentir. –“Es cierto, somos unos mentirosos”, -se rió- “pero al menos entretenemos a la gente”.

-La verdad estuvo divertido el espectáculo –confesé- y lo del balazo a la hora de sacar la muela fue genial.

-“Papá Cantinero, tráenos una más de lo mismo para mi cuatito y yo”, gritó el hombrazo. Y se presentó: “Me llamo Xavier López, amigo”.

Platicamos largas horas. Xavier contó una historia extraña, que no creí al principio, hasta que el alcohol me nubló y acabé creyéndole. Había nacido, según él, en León, en 1816. Pero no parecía un sesentón, sino un hombre de poco más de veinte años. ¿Cómo podía ser? Luego había sido cómico de la legua, itinerante, vendedor de pócimas, de dulces, de muebles, de juguetes… hasta que en Veracruz conoció a Merolyco.

Ya en punto pedo, me dijo que el falso doctor y él sí conocían el secreto para una vida larguísima, en la que una década se vuelve, apenas, un par de años. Hice ademán de no creerle.

-Cuatito, nací en 1816, viviré hasta el Siglo XXI, ¿quieres saber cómo? Te invito a la inmortalidad, -aseguró.

-Sí, cómo,-  le dije.

-Mira, te catafixio el Gran Secreto por la cuenta en esta cantina”.

-¿Catafixio?

-Sí cuatito, catafixiar es hacer un cambio, un trueque, un cambalache, una permuta, un trapicheo, un intercambio de favores.

Sacó una bolsa de cuero y me pidió que metiera la mano en ella. Salió un círculo de madera con la letra A. A instancias suyas, volví a meter la mano. Esta vez salió un círculo con lo que Xavier calificó de “una horrorosa equis”. Las siguientes letras fueron I, D y V. Con las que tenía se podía formar la palabra “VIDA”. 

-¡Y dice uno… y dice dos… y dice tres! - gritó Xavier- ya la hiciste cuatito, paga y ven conmigo.

Cosas del destino, accedí. Me encaminé con él hacia donde estaban la carroza y esa suerte de carpa. Era muy noche.

“¿Y si ahora saca un puñal y me asalta?”, me dije. “No traigo más que 15 centavos y mi reloj”, me respondí.

Dentro de la carpa de Meraulyock  me mostró una pianola. La echó a andar. Tocaba la Marcha Fúnebre de Chopin. “Ya me morí”, pensé. Xavier López me lanzó una sonrisita cómplice. Sacó el tubo de la pianola y lo colocó al revés. Se escuchó un sonido muy extraño, un sollozo musical en reversa.

"Escúchala así a diario, es el secreto". Era un mantra para alejar a la muerte y mantener presa la juventud. Quedé estupefacto.

“La tienes que escuchar con espíritu de niño”, agregó. “Si no, deja de funcionar, amiguito. Esto no sirve para los Papás y las Mamás”.

Sonreí. Supongo que una sonrisa idiota similar a la del infeliz al que le habían quitado la muela. Pensé: “¡Vivir hasta el Siglo XXI!”.

Xavier continuó: "Si esto te asusta, cuatito, cuéntaselo a quien más confianza le tengas, mucho ojo”… pero insistió en que sólo podía ser a una persona.

 ¿A quién contarle ese chisme extraordinario? Al menos como anécdota de la loca ciudad era maravillosa. ¿A quién? ¡A Tonchita, ella toca el piano!

Amanecía en la calle del Portal del Coliseo y desde ahí caminé a casa de los D’Iscariote. Tenía que hablar de esa gran aventura con la joven. Lo primero que hizo ella fue darme un abanicazo. “Susanito, tuvo usted alucinaciones con tanto ajenjo”. Ya saben cómo es.

Regresé a la casa de huéspedes con el rabo entre las patas, pero convencido de que volvería a escuchar la Marcha Fúnebre al revés.

Días después, insistí con Tonchita que, por alguna loca razón, había creído lo que me decía Xavier López: se podía detener el envejecimiento.

“¿Y para qué queremos dejar de envejecer?”, decía ella. “Dios es el único eterno”. Y yo explicaba que no era eternidad, sino longevidad: “Sí envejeceremos, pero más despacio… como Matusalén”.

La referencia bíblica ha de haber ayudado, porque al poco tiempo, Tonchita se esmeraba en tocar la Marcha Fúnebre en reversa.  Un día, como haciendo travesuras, me invitó a escucharla. Tocó la pieza de maravilla, era aún mejor de lo que yo había escuchado en la carpa de Merolyco.

La sensación que nos invadió es difícil de describir. Como si las venas se nos hubieran hinchado de oxígeno. “Una efervescencia”, dijo ella. Estábamos rozagantes. Aquello debía ser verdad.

Durante un tiempo, visité a mi amiga para escucharla. Luego hicimos que se grabara en cilindros de cera.  Años más tarde, en una visita de Toncha a Nueva York, lo grabó en dos discos de vinilo, que posteriormente hemos reproducido en distintas formas.

Han pasado 143 años de ese encuentro fenomenal. Sabrán que nos dio gran gusto reencontrar a don Xavier López, en la tele desde 1958.

Don Xavier cumplió su propósito de vivir hasta el siglo XXI y su sueño de "montar un enorme y veloz caballo de motor". También nosotros hemos llegado hasta aquí, aunque a veces nos sintamos un poco fuera de tiempo.

Nos hemos enterado de otros grandes longevos. Famosos son el escritor Ray Bradbury –quien conoció a Merolyco en 1932, cuando se hacía pasar por Mr. Electrico- y el setentón Mick Jagger.

Ahora ustedes saben dos partes fundamentales del Secreto. La música y mantener el alma abierta de niño. Les toca encontrar en su corazón el tercero.

En tanto, se cumplió un pronóstico de Río de la Loza: “La medicina ha caído en manos de la especulación, pues la caridad ha volteado la espalda a Hipócrates, y hoy el que no tiene dinero, no se cura”.




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