Advertencia
primera: la siguiente historia tiene tintes de ficción, pero es mucho más lo
que tiene de cierto.
Advertencia
segunda: en la historia se revelará explícitamente un secreto; pero en realidad
es sólo parte del Secreto.
Cuando
llegué de Pénjamo a estudiar a la ciudad de México, era yo un adolescente naif,
pero con ganas de conocer mundo. Me juntaba con jóvenes provincianos como yo, y
hacíamos muchas correrías por los andurriales. Eso preocupó a la gente
bienpensante de mi familia.
Corría 1880
y los Somellera –que son la parte catrina de mi linaje- me presentaron a
distintas damitas de sociedad, para que me juntara con gente bien. Una de estas
damitas elegantes era la joven Tonchita, que ustedes conocen en Tuita como la
@TiaToncha
Con la
simpática Tonchita solía dar largas caminatas diurnas –siempre diurnas- por la
ciudad, envuelto en amable conversación. A veces me invitaba un buñuelo con miel de piloncillo,
que degustábamos mientras dábamos la vuelta. En una de esas
vueltas, vimos una extraña carroza, que a lo lejos parecía lujosísima. A un
lado de ellas, una suerte de tendajón colorido.
Sobre un
templete, en el Portal del Coliseo Viejo, gesticulaba un hombre extrañísimo. Un
extranjero vestido de una manera estrafalaria. Tenía el cabello largo y rubio,
una tupida barba que adornaba con una trencita, decenas de medallas colgadas al
pecho. Y hablaba y hablaba.
Don Artemio
del Valle Arizpe lo describió a su alambicada manera. Tenía un “traje lleno de
faralaes, con mucho ringorrango y firuletes” (como lo pueden ver en la imagen de arriba, mientras se atravesaba cuchillos en el cuello).
Una pequeña
multitud se congregó a su alrededor. El hombre se presentaba como el Doctor
Rafael de Meraulyock, eminente galeno de origen suizo.
La joven
Tonchita y yo nos quedamos, muy entretenidos, a escuchar el diluvio de palabras
mal pronunciadas que venían de la boca de aquel hombre. El tal Meraulyock se decía taumaturgo; es decir
que podía curar con su toque; se decía cirujano “clásico u ordinario”, se decía dentista. También vendía
toda clase de remedios. El Aceite de San Jacobo, por ejemplo, que curaba
“flatos, dolencias, cólicos, malos humores…”. El bendito aceite hasta te
quitaba “esos molestos callos que no lo dejan a usted señor, señorita, caminar,
esas horribles callosidades…”
Una imagen adecentada del tal Merolyco |
Si había que
creerle, el Doctor Merolyco curaba ojos chicos, boca grande y almorranas.
Tonchita y yo empezamos a reírnos con tanto invento.
Seguía
Meraulyock con su catilinaria: vendía “esmaltelina sin rival, que restaura
muelas y dientes, boca y encías… le quita a Vd. el mal aliento”
También
decía tener un bálsamo milagroso vegetal, “para todas las enfermedades” y para
“extender la juventud”. Costaba una fortuna: 3 pesos. Otro producto,
aún más caro, era el Elixir Godineau, "recomendado para prolongar la
vida”. Valía diez pesos la botella (a lo mejor regateabas y te lo dejaba en
siete).
Junto al
doctor, dos asistentes se encargaban de expender la mercancía, que –en contra
de nuestra lógica- se vendía como pan caliente. Una ayudante era una jovencita
muy rubia, de mirada apagada, que ha de haber sido pariente del sedicente
doctor. El otro ayudante era casi tan extraño como Meraulyock. Un hombretón
joven, vestido con traje de niño. Tela escocesa, pantalones cortos y moñito.
El mocetón
tenía voz tipluda y un lenguaje peculiar. Le decía “papá” y “mamá” a los
adultos y “cuatito” a los jóvenes y niños.
“Mira Mamá, si
compras tres paquetitos de estos deliciosos malvaviscos que quitan la tenia, te
llevas cuatro. ¿Juega?”
El extraño asistente del Dr. Meraulyock |
“Cuatito, si
quieres el doctor Merolyco te puede sacar la muela sin dolor”, le dijo a un
lépero que evidentemente tenía la boca infectada. Supongo que el pelado estaba
desesperado porque aceptó. Entonces Meraulyock anunció con bombo y platillo que
haría una operación sin dolor.
Pusieron al
pobre hombre en una silla, le amarraron los brazos, le dieron a tomar un trago
de “bálsamo”, que supongo que era aguardiente… El sedicente doctor sacó
entonces unas pinzas, las mostró al público, se abalanzó sobre el muchacho y de
repente, ¡pum¡ un disparo de pistola
Tras brincar
del susto, Tonchita y yo vimos que el mocetón vestido de niño había disparado
al aire; luego volteamos y vimos al doctor. Merolyco blandía triunfante una
muela en las pinzas. “Está usted curado”, le dijo al muchacho, y le dio una
gasa para que mordiera.
El joven
salió con la boca sangrante, sobándose la quijada, pero con una sonrisa idiota.
La gente se agolpó alrededor del tendajón.
“Este
Merolyco se burla de la candidez de la gente”, dije a Tonchita en voz muy alta
para que me oyeran, “vámonos de aquí”.
"¡Válgame
Dios!", exclamó Toncha, "hay que estar locos para creer en esas
patrañas".
Muchos
compartían nuestra opinión. Los doctores de la época denunciaban a Meraulyock y
otros charlatanes –casi todos extranjeros-. Francisco Patiño, Secundino Sosa y Maximimo
Río de la Loza advirtieron de estos engañabobos y denunciaron los fraudes
médicos.
Sosa: “debe
impedirse que hombres sin pudor y conciencia salgan exabrupto del banquillo de
una sastrería para declararse médicos”. El doctor Río de la Loza decía que el
espectáculo reemplazaba el arte de curar y que no había separación entre vender
remedios y tratar a un enfermo, e iba más lejos: decía que debían prohibirse
los anuncios de medicina. Toda venta debería requerir receta médica.
Como quien
dice, Patiño, Sosa y Río de la Loza eran la Cofepris de antes. Lograron que se
estableciera un año de cárcel y mil pesos de multa a charlatanes. Pero
entonces, como ahora lo ven en TV, a la legislación los charlatanes –antes
merolicos, hoy pseudolaboratorios- se la pasan por el arco del triunfo.
Pero desvarío.
Esa noche fui a tomar unas copas a una cantina en las calles de Guerrero.
Empezaba a aficionarme a una bebida nueva: el ajenjo.
En la
cantina, para mi sorpresa, encuentro al mocetón ayudante de Meraulyock, que se
empinaba un catalán tras otro, y hablaba con voz grave.Me le he de haber
quedado viendo demasiado fijamente, porque vino a mi mesa. “Cuatito, tú crees
que somos unos mentirosos, ¿verdad?”
No pude sino
asentir. –“Es cierto, somos unos mentirosos”, -se rió- “pero al menos
entretenemos a la gente”.
-La verdad
estuvo divertido el espectáculo –confesé- y lo del balazo a la hora de sacar la
muela fue genial.
-“Papá
Cantinero, tráenos una más de lo mismo para mi cuatito y yo”, gritó el hombrazo.
Y se presentó: “Me llamo Xavier López, amigo”.
Platicamos
largas horas. Xavier contó una historia extraña, que no creí al principio,
hasta que el alcohol me nubló y acabé creyéndole. Había nacido, según él, en
León, en 1816. Pero no parecía un sesentón, sino un hombre de poco más de
veinte años. ¿Cómo podía ser? Luego había sido cómico de la legua, itinerante,
vendedor de pócimas, de dulces, de muebles, de juguetes… hasta que en Veracruz
conoció a Merolyco.
Ya en punto
pedo, me dijo que el falso doctor y él sí conocían el secreto para una vida
larguísima, en la que una década se vuelve, apenas, un par de años. Hice ademán
de no creerle.
-Cuatito, nací en
1816, viviré hasta el Siglo XXI, ¿quieres saber cómo? Te invito a la
inmortalidad, -aseguró.
-Sí,
cómo,- le dije.
-Mira,
te catafixio el Gran Secreto por la cuenta en esta cantina”.
-¿Catafixio?
-Sí
cuatito, catafixiar es hacer un cambio, un trueque, un cambalache, una permuta,
un trapicheo, un intercambio de favores.
Sacó una bolsa de cuero y me pidió que metiera
la mano en ella. Salió un círculo de madera con la letra A. A instancias suyas,
volví a meter la mano. Esta vez salió un círculo con lo que Xavier calificó de
“una horrorosa equis”. Las siguientes letras fueron I, D y V. Con las que tenía
se podía formar la palabra “VIDA”.
-¡Y dice
uno… y dice dos… y dice tres! - gritó Xavier- ya la hiciste cuatito, paga y ven
conmigo.
Cosas del
destino, accedí. Me encaminé con él hacia donde estaban la carroza y esa suerte
de carpa. Era muy noche.
“¿Y si ahora
saca un puñal y me asalta?”, me dije. “No traigo más que 15 centavos y mi
reloj”, me respondí.
Dentro de la
carpa de Meraulyock me mostró una pianola. La echó a andar.
Tocaba la Marcha Fúnebre de Chopin. “Ya me morí”, pensé. Xavier López me lanzó
una sonrisita cómplice. Sacó el tubo de la pianola y lo colocó al revés. Se
escuchó un sonido muy extraño, un sollozo musical en reversa.
"Escúchala
así a diario, es el secreto". Era un mantra para alejar a la muerte y
mantener presa la juventud. Quedé estupefacto.
“La tienes
que escuchar con espíritu de niño”, agregó. “Si no, deja de funcionar,
amiguito. Esto no sirve para los Papás y las Mamás”.
Sonreí.
Supongo que una sonrisa idiota similar a la del infeliz al que le habían
quitado la muela. Pensé: “¡Vivir hasta el Siglo XXI!”.
Xavier
continuó: "Si
esto te asusta, cuatito, cuéntaselo a quien más confianza le tengas, mucho ojo”…
pero insistió en que sólo podía ser a una persona.
¿A quién contarle ese chisme extraordinario?
Al menos como anécdota de la loca ciudad era maravillosa. ¿A quién? ¡A
Tonchita, ella toca el piano!
Amanecía
en la calle del Portal del Coliseo y desde ahí caminé a casa de los D’Iscariote.
Tenía que hablar de esa gran aventura con la joven. Lo primero que hizo ella fue darme
un abanicazo. “Susanito, tuvo usted alucinaciones con tanto ajenjo”. Ya saben
cómo es.
Regresé a la
casa de huéspedes con el rabo entre las patas, pero convencido de que volvería
a escuchar la Marcha Fúnebre al revés.
Días después,
insistí con Tonchita que, por alguna loca razón, había creído lo que me decía
Xavier López: se podía detener el envejecimiento.
“¿Y para qué
queremos dejar de envejecer?”, decía ella. “Dios es el único eterno”. Y yo
explicaba que no era eternidad, sino longevidad: “Sí envejeceremos, pero más
despacio… como Matusalén”.
La
referencia bíblica ha de haber ayudado, porque al poco tiempo, Tonchita se
esmeraba en tocar la Marcha Fúnebre en reversa. Un día, como haciendo travesuras, me invitó a
escucharla. Tocó la pieza de maravilla, era aún mejor de lo que yo había
escuchado en la carpa de Merolyco.
La sensación
que nos invadió es difícil de describir. Como si las venas se nos hubieran
hinchado de oxígeno. “Una efervescencia”, dijo ella. Estábamos rozagantes. Aquello
debía ser verdad.
Durante un
tiempo, visité a mi amiga para escucharla. Luego hicimos que se grabara en
cilindros de cera. Años más tarde, en
una visita de Toncha a Nueva York, lo grabó en dos discos de vinilo, que posteriormente
hemos reproducido en distintas formas.
Han pasado
143 años de ese encuentro fenomenal. Sabrán que nos dio gran gusto reencontrar
a don Xavier López, en la tele desde 1958.
Don Xavier
cumplió su propósito de vivir hasta el siglo XXI y su sueño de "montar un
enorme y veloz caballo de motor". También nosotros hemos llegado hasta aquí, aunque a
veces nos sintamos un poco fuera de tiempo.
Nos hemos
enterado de otros grandes longevos. Famosos son el escritor Ray Bradbury –quien
conoció a Merolyco en 1932, cuando se hacía pasar por Mr. Electrico- y el
setentón Mick Jagger.
Ahora
ustedes saben dos partes fundamentales del Secreto. La música y mantener el
alma abierta de niño. Les toca encontrar en su corazón el tercero.
En tanto, se cumplió un pronóstico de Río de la
Loza: “La medicina ha caído en manos de la
especulación, pues la caridad ha volteado la espalda a Hipócrates, y hoy el que
no tiene dinero, no se cura”.