Ahora que algunos persignados
quieren limitar la publicidad del condón, recuerdo la plaga de enfermedades
venéreas que se dio durante el porfiriato.
En la segunda mitad del siglo XIX
hubo una verdadera epidemia mundial de enfermedades transmitidas por vía
sexual: sobre todo sífilis y gonorrea. La expansión de las que hoy llamamos
enfermedades venéreas estaba ligada a una mayor promiscuidad, al poco nivel de
higiene y a la nula protección en el acto sexual
En mi caso personal, a tres de mis primos mayores les dio, en algún
momento, la “sigocha”, que así era como se denominaba popularmente a estas
enfermedades: sífilis, gonorrea y chancros
Mis primos se contagiaron con prostitutas de pueblo.
Fueron rápidos para curarse, con inyecciones de sublimado de mercurio. Aunque,
claro, eso de rápidos es relativo, porque les costó dos años deshacerse de la
infección.
En esa época no habían
descubierto los antibióticos, así que se inyectaba mercurio sublimado
directamente sobre el glande. Era un tratamiento largo. De esa época viene el
dicho: «una noche con Venus y una vida con Mercurio»
Tratamientos más suaves, como
Licor de Van-Swieten en dosis de cuatro a seis gramos, en un poco de leche
azucarada; las píldoras de Dupuytren, tenían pocos efectos,
Como se imaginarán, los relatos familiares
causaron terror en mí. Así que me decidí a usar preservativos en mis relaciones
sexuales casuales. En ese sentido, yo era un adelantado.
Condón antiguo de tela |
Los condones (o “capotes”, como
se les conocía popularmente) eran escasos, difíciles de conseguir y diferentes
a los actuales. Había capotes de cuerpo completo o nada más de la cabeza. Estos
últimos se me hacían poco seguros, de fácil desprendimiento durante el coito.
La mayoría de los capotes eran
artesanales, se conseguían un poco a escondidas. Los había de intestino de
animal, de tela y de goma
Los de hule eran tan anchos como
una goma de bicicleta. Los de tela se rasgaban fácilmente. Preferí comprar, a
hurtadillas, uno de intestinos.
¿Un solo condón?, se preguntan
ustedes. Sí uno. No eran desechables. Uno los lavaba, les ponía polvos y los
usaba vuelta y vuelta. Ya luego, claro, me compré otros dos, para aquellas
noches particularmente fogosas. Don Giacomo Casanova, lo ven en la imagen, solía soplar los suyos para verificar que no tenían hoyitos.
Entre el peladaje, la epidemia
era mayor. Eran enfermedades que daban
vergüenza, por eso se atendían tarde y con métodos rudimentarios. Había quien
usaba aguamiel, horchata, zarzaparrilla, etcétera. No servía de nada, y la
sífilis o la blenorragia empeoraban. Lo peor del caso es que los enfermos no se
estaban quietos, los contagios aumentaban, y crecía el número de creaturas que
nacían ya enfermas.
Ya bajo don Porfirio, en el país había gran debate
entre abolicionistas y reglamentaristas, entre quienes querían imponer las
buenas costumbres y los que aceptaban la realidad. La idea central de los reglamentaristas
era que la gente no se iba a volver fiel, y el problema de salud pública se
debía atender reglamentando la prostitución.
¿Cómo era este reglamento? Un control sanitario
sobre las prostitutas, por medio de exámenes médicos obligatorios. A fines del
XIX había oficialmente más putas registradas en la ciudad de México (11,400)
que en París (aproximadamente 7 mil). Por supuesto, los clientes varones, por
más asiduos que fueran a los burdeles, estaban exentos de la inspección. Las mujeres eran las culpables.
Para decirlo en palabras crueles pero reales, las
putas se la pasaban entre el burdel y el hospital. También había mucho de
clasismo.
Las prostitutas elegantes hacían paseos en carretela
al atardecer. Eran la parte “ojerosa y pintada” de la Suave Patria
lopezvelardiana. Se creía que las mujeres de clase baja tenían más disposición
moral a la prostitución y las de clase alta, propensión a ser “decentes”.
Se pensaba que había una relación causa-efecto entre
clase social y virtud o malignidad. Se hablaba de “limpieza” de las mujeres, en
ese sentido. Se podría hablar de una clasificación de limpieza: señora
decente-griseta-tiple-vicetiple- prostituta elegante-bataclana- prostituta media-suripanta. (Traducción SXIX – S XXI: Tiple=vedette, vicetiple=corista,
bataclana=teibolera)
Mis amigos los bohemios preferían las grisetas, e
irse a armar grandes fiestas “prohibidas” a Tlalpan o Coyoacán, con ellas, tiples y vicetiples. Creían que
eran orgías y que estaban gruesísimos, pero más bien eran jueguitos sexuales.
Pero mentiría si dijera que los bohemios e
intelectuales no iban también a burdeles. El Tívoli Central, su favorito. En lo
personal, no usaba condón si se trataba de una dama, griseta o tiple. Lo usaba
con vicetiples y con profesionales. Los burdeles de rango se velaban con
cortinas transparentes y lámparas a media luz; los de medio pelo, con celosías
verdes. No sé cómo se identificaban los burdeles para el peladaje. La justicia
y un servidor jamás visitamos esos lugares de mala muerte
La verdad es que había más enfermedad en los
burdeles pobres: ahí los inspectores no usaban microscopio y tampoco el speculum para detectarla. También es
cierto que no había suficiente equipo ni personal capacitado.
Don Federico Gamboa
escribió una novela clásica de la prostitución fin-de-siecle: Santa, que
del campo (Chimalistac) pasa a la cama de ricos clientes y anónimos léperos,
para acabar muerta.
Sencillo kit para aplicar el Salvarsán o 606 |
También es que había mucha ignorancia. Recuerdo un
militar, el mayor Reyero, que decía que si orinabas fuerte después del acto, no
te infectarías. Lo increíble es que 80 años después, su bisnieto, del mismo
grado y apellido, decía lo mismo a jóvenes reclutas del Servicio Militar
Nacional. Reyero viejo murió flagelado por las repugnantes huellas que dejaron
las enfermedades venéreas en su cuerpo. No sé de su bisnieto.
Durante el siglo XIX, el Específico Antivenéreo de
Beltrán fue el método más usado. En 1901 se descubrió un nuevo medicamento: el
Salvarsán o “606”. El Salvarsán era una sulfa azulosa inventada por los alemanes,
que se introducía en el glande mediante una cánula. Dicen que era dolorosísimo.
A pesar de ser un invento teutón –y de que en México
se creía que la medicina francesa era el non plus ultra-, el Salvarcán resultó
mejor que el mercurio
Esto no quiere decir que la epidemia hubiera
disminuido. Sólo causaba menos muertes. De hecho, las enfermedades por
transmisión sexual aumentaron durante los primeros años de la Revolución.
Todavía a principios de los años 20, el entonces joven
Renato Leduc escribió su Prometeo
Sifilítico, que es divertida poesía y tremenda vulgaridad.
“Si me hubiera tejido la puñeta, no sintiera el
dolor de que taladre el canal uretral la espiroqueta”, dice el Prometeo de Leduc.
Antiguo condón de goma |
Lo más que sufrió su servidor fue una candidiasis,
curable entonces con el jugo de sávila, y fue mejorando la calidad de sus
condones. Estoy seguro de que si la moral vigente no hubiera limitado la
distribución de estos adminículos, la epidemia que azotó al país hubiera sido
menor.
50 años después del Prometeo Sifilítico, todavía era cuestión de vergüenza ir a comprar
un condón a la farmacia, No estaban a la vista y había que pedirlos sotto voce.
Siempre preferí los condones de piel de cordero a
los de latex. Por muy ligeritos que estén, la diferencia en la sensación es
abismal. Pero llegó otra epidemia, la del SIDA, y entonces los buenos condones
de origen animal pasaron al desván de los recuerdos nostálgicos.