Siéndome preciso no perder minuto alguno, doy comienzo a esta narración sobre el tiempo.
Ustedes, los modernos juegan con que son las 11:11, y sus
celulares todos traen la misma hora, que es la oficial. Antes no era así.
Primero que nada, en mi infancia, adolescencia, juventud y
primera madurez no había hora oficial. Así como se los digo. Todo era
aproximado.
Durante años las horas eran dictadas por las campanas de las
iglesias. Ese es el recuerdo atronador de mi infancia. Y eso que sólo había una
iglesia en el pueblo. ¿Qué significa eso? Que eran las doce cuando las campanas
sonaban doce veces. Y si decían talán-talán-tan, es que eran las dos y media.
Uno sabía que existían los maitines, las laudes, las
tercias, las nonas, las vísperas, sin tener que ser monje. Sólo por el
constante repicar.
Como las campanas eclesiásticas se fijaban a partir del
mediodía solar, entre dos ciudades cercanas solía haber diferencias de horario
de unos minutos. Eso significaba que tu
reloj decía la verdad cuando partía tu carruaje, pero no cuando llegaba a su
destino.
En una economía agrícola eso no es gran problema, pero sí en
una economía industrial, cuando la precisión de los horarios es vital para la
productividad. En las primeras fábricas, los obreros sabían que la jornada
empezaba a las 6, pero no tenían manera de saber cuándo eran exactamente las 6.
La invención que determinaba el horario oficial de la fábrica fue el silbato,
que por décadas fue símbolo del maquinismo.
Sobra decir que los silbatos estaban adelantados, así había
más retardos, con su respectivo descuento para el trabajador.
Con el progreso de la segunda mitad del XIX, la vida se hizo
más acelerada y el tiempo cobró mayor importancia. Había que ser puntuales.
De ahí surgen los husos horarios: el concepto de hora
oficial que rige a una amplia zona: a menudo, a un país entero. Los husos
horarios se crearon en 1884, cuando en la Conferencia Internacional sobre
Meridianos se dividió el globo terráqueo en 24 partes iguales. Cada una de esas
partes estaba definida por meridianos que tendrían como punto de referencia a
nivel mundial el Meridiano de Greenwich.
Ya ven, la Pérfida Albión no sólo se sintió el centro del
mundo. Hizo de Londres la hora central de la tierra.
México, por supuesto, participó en esa Conferencia
Internacional de Meridianos. Hacerlo era parte de la lógica liberal y de
progreso. Empezó entonces un pleito cultural. La hora supuestamente uniforme
del Supremo Gobierno vs. la hora divina y caprichosa que marcaban las campanas.
Como pueden ustedes imaginar, durante mucho tiempo ganaron
las campanas. Sobre todo para quienes no tenían reloj: el peladaje.
La ofensiva del gobierno fue secularizar el tiempo mediante
la profusión de relojes públicos. 1890. Que
todo mundo supiera cuál era la hora oficial. El momento cumbre, fue cuando se
instaló el reloj de Palacio, exactamente encima de la Campana de Dolores. La
idea era unir ambas piezas (simbólicamente, ni modo que las fusionaran).
Por eso, en mis tiempos, los liberales presumían tener la
Hora de Tacubaya, ya que ese observatorio era el Greenwich mexicano.
Hemos de decir que los relojes de mis mocedades no eran muy
exactos y tal vez la hora no era la de Tacubaya, que al fin y al cabo estaba
lejísimos. Y en los relojes públicos, la cosa era peor. Tenían diferencias
hasta de media hora. O se les rompía la cuerda y eran eternamente las 5 y 20.
Un buen caballero de mis tiempos tenía siempre su reloj de
bolsillo. Había que darle cuerda cada 24 horas. Y las casas elegantes tenían
reloj de pared.
Algo que distinguía la clase del caballero era el metal de
la leontina; es decir, de la cadenilla colgante que lo sujetaba. La mía era de
chapa de oro. A la cuerda que estaba en la parte superior del reloj se le
llamaba “cabeza”; y las manecillas recibían el apelativo de “pelo”.
Lo lleva el hombre por delante,
lo saca con mucho recelo,
se
le para de vez en cuando,
tiene cabeza y también pelo:
Es el reloj.
Las damas, en cambio, solían llevar colgados relojes más
pequeños en un collarcillo; precisamente allí donde antes colgaban sus
relicarios.
En la disputa por el tiempo, el reloj representaba al hombre
moderno. Así lo entendió ese enemigo de la modernidad que era el caricaturista
Posada, en el dibujo con el que inicia este texto.
Hay que decir que la mayor parte de la población siempre fue
reacia a la imposición de la hora oficial. No quería ser disciplinada por el
maquinismo. Eso se tradujo, evidentemente, que durante la fase armada de la
Revolución, la sincronización de los relojes en la ciudad y el país brilló por
su ausencia. Si el país estaba en rebeldía y en pleito interno ¿cómo podría
plegarse al dictado de unos relojes?
Para que nos demos una idea, el tiempo no quedó fijo y
sincronizado en México sino hasta fines de 1921. Gobernaba el manco Obregón.
La causa de la fijación del tiempo fue, paradójicamente, la
escasez de electricidad, me cuentan (yo andaba por las Europas en esos días). La
falta de energía estaba causando muchos apagones, así que el gobierno decidió
hacer una suerte de “horario de verano”, adelantando todos los relojes. Me
dicen que el cambio fue todo un caos, en parte porque la población no lo aceptaba
y en parte porque siempre se hablaba de “hora civil” y “hora astronómica”.
“Nos vemos a las 11 de la mañana hora astronómica, mediodía
hora civil, don Valeriano”. Y don Valeriano no sabía cuál era cuál. Una locura.
Los trenes se regían por la “hora astronómica”, pero las
oficinas que expendían sus boletos, por la “hora civil”. Es sólo un ejemplo.
Pasada la crisis de electricidad, y visto el caos que se
había formado, el gobierno tomó una decisión sabia: se sujetó a Greenwich. De
esa forma, en vez de pensar en el Meridiano de Tacubaya, pasamos a fijar
nuestros horarios en el de 105 grados al Oeste de Greenwich.
Así es, modernos. Sus relojes, sus celulares, sus
computadoras están sincronizadas al segundo pero sépanlo: casi nunca ha sido
así. Son esclavos del tiempo.