Cuando
noto a algunos muy preocupados por el ébola, me digo: “no han visto nada… la
influenza española: esa sí fue una epidemia”.
En
el México de los años diez ya habían pasado tres jinetes del Apocalipsis: la
guerra, el hambre y la muerte. En 1918 llegó la peste.
La
epidemia de gripe española, también llamada “muerte púrpura” sucedió en el
otoño, por estas fechas hace 96 años. Fue una matazón.
La
enfermedad llegó a México desde EU, donde se dio el primer caso conocido. Pero
la llamaron española porque allá sí daban noticias sobre la misma, ya ven cómo
es eso de la comunicación social.
La
característica de la peste era que, a diferencia de otras gripes, causaba
hemorragias en el pulmón y la gente sangraba por sus orificios.
Ustedes
dirán: “como la AH1N1 del 2009”. Pues fíjense nomás que está documentado que se
trata del mismo tipo de virus. Los virus tipo A se caracterizan por enfermar no
sólo a los seres humanos, sino también a animales, que ayudan a su transmisión.
A diferencia de la influenza normal, que ataca más a niños y ancianos, ésta se
cebaba en la población productiva de 20 a 40 años.
Para
cuando la influenza llegó a México ya se había cobrado miles de vidas en
Europa, adonde la llevaron los soldados gringos.
La
epidemia primero atacó las poblaciones del norte y se extendió rápidamente por
el país. En ello, fue clave el ferrocarril. En las ciudades norteñas la
epidemia fue más dura, a pesar de que en algunas, como Nuevo Laredo, se
cerraron todos los centros de reunión. Ni con cines, teatros, clubes, escuelas,
cantinas y pulquerías cerrados; ni con toque de queda nocturno se paraba el
contagiadero.
Como
en Europa, la muerte púrpura llegó a la capital mexicana a través de la
soldadesca. Carrancistas que venían de Torreón.
El
primer lugar infectado fue la Villa de Guadalupe Hidalgo, donde había un
cuartel militar. En quince días se contagió casi la mitad de la población. De
nada sirvió que internaran en un lazareto de Tlalpan y en el Hospital Militar a
350 soldados sospechosos de traer el virus.
Pronto
los periódicos lanzaron la voz de alarma, sobre todo El Demócrata, El Nacional
y El Universal. Decían que el
gobierno nada hacía.
En
efecto, Carranza todavía tenía como prioridad apaciguar al país y los asuntos
de salubridad eran competencia de las autoridades locales.
Cuando
el temor cundió, empezaron las acciones preventivas: regaron las calles de un
desinfectante de creolina que olía muy fuerte. También se pusieron a revisar
los trenes, para poner en cuarentena a cualquier visitante que llegara con
síntomas.
El tapabocas, supuestamente inventado por el Dr. Takabatake |
Los
periódicos sugerían evitar aglomeraciones (por ejemplo, caminar en vez de usar
el tranvía), taparse al estornudar… También pedían no escupir en el suelo, con
lo que empezaron a caer en desuso esa costumbre inveterada, y también las
escupideras. Otra cosa que se propagó fue dejar de saludar de beso a las damas;
una amable costumbre que tardó décadas en regresar.
El
primer caso en la ciudad fue el 10 de octubre, para fines de mes no había una
persona que no tuviera algún conocido en cama.
La cosa se puso tan fea que el 27 de octubre se cerraron la
Basílica de Guadalupe y otros centros de reunión de la Villa Guadalupe Hidalgo.
Lo que hicieron los guadalupanos, después de protestar por el cierre de los
templos, fue venirse al centro a rezar, para evitar el castigo de Dios… y a
contagiarnos. Yo por eso, cuando iba a misa, procuraba quedarme parado, hasta
atrás, como los semi-creyentes, atento a cualquier tos y tratando de respirar
el aire de afuera.
¿Cómo
se pretendía curar a los enfermos? Con higiene y con quinina (dosis de 0.75 a 1
g., a los adultos, y de 0.15 a 0.25 a niños). Los adultos podían tomar la
quinina con un poco de vino. Al menos los aliviaba espiritualmente.
Conforme
avanzó el contagio, hubo menos medicinas, que se pusieron cada vez más caras.
Los farmaceúticos hicieron agosto con la muerte.
Las
personas cultas ya sabían de la existencia de gérmenes y microbios; los virus
se habían descubierto en 1892. Eso no
quiere decir que se conociera el agente de la pandemia. El virus AH1N1 se
llamaba en 1918 “el microbio Pfeiffer”
Pero
el peladaje todavía pensaba en “miasmas”, “vapores”, “efluvios” como causantes
de las enfermedades.
La
epidemia fue más dura en las colonias populares, como suele suceder, pero
también pegó en las clases medias y pudientes. Entre estos últimos hubo dos
diputados que perdieron la vida, generando en la Cámara una feroz discusión y,
por supuesto, una Comisión. Esa comisión consiguió que el gobierno federal
prometiera 200 mil pesos para combatir la influenza española. Se hicieron
brigadas para recoger a los menesterosos y llevarlos a hospitales de
beneficencia y lazaretos.
El
peladaje les tenía terror a estas brigadas, y más a las que intentaban vacunar
a la población, con un producto proveniente de EU. Corrió el rumor de que las
enfermeras daban “pastillas para bien morir” en vez de auxilio. Nada nuevo hay
bajo el sol. No
faltó el tonto enfermo que se hizo pasar por sano… sólo para empeorar sin
medicamento y acelerar su muerte.
Los
pobres empezaron a poner en la calle los ataúdes, a “espera de gaveta” y del
carruaje que los llevaba al panteón. La esquina de féretros más conocida fue la
Segundo Callejón de San Juan de Dios y la calle de la Santa Veracruz.
Una pila de ataúdes, a diario.
Imaginen
ustedes caminar con la cara tapada y, al doblar la esquina, avistar una docena
o más de féretros, con su muertito dentro.
Desde
finales de octubre hasta noviembre, la peste se cobraba un centenar de vidas al
día. Y parecía que no había final ni remedio.
Sin
embargo, la ciudad seguía su curso. La gente iba al cine y al teatro. A las
fondas y cantinas (que ahora cerraban a las 6).
También
en octubre iban los niños a las escuelas. Las autoridades sanitarias
propusieron que se adelantaran los exámenes finales, y eso ocurrió. (Antes de
que nos impusieran el año lectivo gringo, las clases en México eran de febrero
a noviembre, amigos).
En
noviembre se empezó a notar la escasez de ciertos productos rurales: resultaba
que quienes los producían habían enfermado. Si uno hubiera viajado hacia el
Ajusco, Morelos o el Estado de México se hubiera encontrado con pueblos
fantasmas y cadáveres insepultos.
Cuando
parecía que el Apocalipsis iba a ser total (ya había enfermado uno de cada diez
capitalinos), los casos empezaron a bajar.
Así
como llegó, la peste se fue. Volvieron a enfermarse de gripe común sobre todo
los niños y los viejitos.
Sucede
(no lo sabíamos) que la influenza tipo A muta con facilidad y que, así como se
hizo letal, se hizo inocua.
Pero
la gripe española dejó una estela terrible: en la ciudad, que tenía poco más de
700 mil habitantes, murieron más de 7 mil. Para darnos una idea de las
proporciones: es como si la epidemia del 2009 hubiera causado 200 mil muertes
en la Zona Metropolitana.
En
el país fue peor. El 2 de enero de 1919 El
Universal tituló: “Medio millón de muertos… ¡Pasó su majestad la
influenza!”.
Cálculos
recientes dicen que no estaba tan perdido: sitúan en 436 200 personas las que
fallecieron en México por la “muerte púrpura”.
Haciendo
cuentas, la influenza mató a más gente que los 300 mil caídos por las balas
durante la Revolución. El millón de muertos del que hablan los libros de texto
se lo distribuyeron a partes similares 3 jinetes: la peste, la guerra y el
hambre.
¡Ah!
y por cierto, los 200 mil pesos aprobados por los diputados para combatir la
influenza nunca llegaron a ser suministrados.
Este relato llega a ustedes cortesía del Bisulfito de Cal Líquido de Johannsen, Felix y Cía.
"Bisulfato de Johanssen, ¡Pa que los bichos se amansen!", como dijera mi amigo don @BatiMexicano.