Don Julio Ruelas fue uno de los
artistas plásticos más importantes del México de mis Recuerdos. Un tipo raro, pero inolvidable. Lo vi pocas veces.
En 1898, Amado Nervo, José Juan Tablada y Jesús E. Valenzuela fundaron la
Revista Moderna de Arte y Ciencia. Ruelas era el ilustrador estrella: acuarelas,
viñetas, cul-de-lamps... Desde el principio admiré su obra. Ruelas perturbaba el
sistema de valores de la sociedad bien pensante. Y sus dibujos me perturbaban
personalmente.
Quise conocerlo, aunque yo no era parte del cenáculo. Se me
consideraba demasiado cercano al poder… así haya sido más por mi lengua larga
que por la realidad. Un día, platicaba con don José Juan Tablada e hice unos
comentarios elogiosos acerca de Ruelas. Fue todo para que me abriera las
puertas.
¿Ustedes no han tenido un compañero de escuela del que hayan
pronosticado éxito en una determinada tarea? ¿Deporte, negocios o arte? Así
Tablada. El poeta y Ruelas habían sido compañeros en secundaria. Me
contó don José Juan que Ruelas estaba en disparte. Era un “recha”, como se dice
hoy. Mientras los compañeros jugaban, Ruelas se iba a una
esquina, sombrío, y se ponía a dibujar.
Decía Tablada que Ruelas hacía sus “titirimundis”, que eran
unos cuadros que, al doblarse el papel, hacían otros personajes grotescos, que fueron muy admirados por sus condiscípulos. En otras palabras, Ruelas hacía “cadáveres excelentes” antes
de que los surrealistas supuestamente los inventaran.
El notable poeta admiró al dibujante desde entonces. Se hizo
su amigo, a pesar de lo huraño de Ruelas, y fue su gran promotor.
Antes de visitarlo en su estudio, Tablada me advirtió. “Es
un tipo hosco, fue triste desde niño y estoy seguro que su primer biberón debe
haberle sabido a rejalgar”.
De que era Ruelas oscuro, dominado por la bilis negra, no
había duda. Así lo atestiguaban los
torturados dibujos en la Revista Moderna. Marcos para los poemas, frisos para los ensayos, e
ilustraciones que valían por sí mismas. Todo le daba una atmósfera peculiar a
la revista.
Cuando estábamos por entrar al taller, Tablada me hizo una
suerte de confesión: “Él es un bohemio verdadero, no un posseur como tal vez
nosotros”. El taller de Ruelas era el opuesto al de Jesús F. Contreras,
Antonio Fabres o Félix Parra, tapizados de armas, abanicos y bric-a brac. Era
“minimalista” diríase hoy. Una habitación pálida, con sólo un tosco caballete donde el
artista se inclinaba “como un herrero sobre un yunque”, antes de voltear hacia
nosotros.
Hicimos los saludos de rigor, y Tablada propuso de inmediato
irnos a lupular. Ruelas se despidió de una de sus obras: “Oh pecado querido, no
te vayas”, le dijo.
El artista vestía todo de negro, con capa y bufanda del mismo
color, se movía con lentitud y tenía tipo como de gitano. Más tarde me enteré
que le apodaban “El Zopilote”.
En el Casino de Cartagena, en Tacubaya, disfrutamos de
cuatro rondas de cerveza Edelweiss, chihuahuense. Tablada convidó la última.
En esa sede me percaté que si mi generación le rendía culto
al spleen, que mejor puede traducirse como “hastío”. Julio Ruelas iba más allá. Una generación que veneraba la belleza, pero que al mismo tiempo
era mórbida y a veces jugaba a ser fúnebre, encontró en Ruelas su versión
extrema. "Fuiste
un viajero lúgubre del reino del espanto, y con tu faz dantesca y tu gesto de
hastío ibas de la lujuria sobre el macho cabrío arrastrando la luenga negrura
de tu manto”, decía Enrique González Martínez de él.
Yo quería platicar de su obra, pero Ruelas –entre largos
silencios- se puso ideológico: “Hacer arte para los burgueses es como tirar
perlas a los puercos”, dijo."Vivimos en un mundo dominado por el gusto material, de gente
ignorante, nuestra tarea es comunicar emociones que el vulgo debería tener,
pero no tiene".
Esas emociones eran, para Julio Ruelas, faunos, serpientes,
mujeres-araña, esqueletos, decapitados…
Pero él describía aquello como “un mundo paralelo al de la
gris realidad, un mundo imaginario, misterioso, ideal…”
Medusa, 1906 |
Tras la cuarta cerveza, Ruelas propuso cambiar de local, y
tomar unos ajenjos en “El Gran Jacal”. Accedimos. Yo no sabía todo lo que tomaba aquel hombre sin sonrisa. Era
“de carrera larga”, como se dice ahora. O más bien, de maratón. Ellos eran veinteañeros -y yo ya rebasaba la treintena-, pero bebían, sobre todo Ruelas, como si el mundo se fuera a acabar.
Allí el artista plástico nos platicó de una fantasía suya. Un grupo de naúfragos
llegaba a una isla y se encontraba a un doctor loco, que los transformaba en
bestias. De aquellos hombres y mujeres salían un minotauro, unas arpías,
una sirena, un fauno, un centauro y una horrorosa medusa. No lo sabíamos, pero en esos años se acababa de publicar en
Inglaterra una historia similar, “La Isla del Doctor Moreau”, de H.G. Wells.
Tras el enésimo ajenjo, mientras Ruelas se autodenominaba “el
hombre más oscuro de Karlsruhe” (que es donde estudió pintura) decidí ir a
casa.
Seguí admirando sus obras. Los personajes mitad hombre - mitad bestia tenían una fuerte carga sexual disruptiva. Salvajes fuerzas de Natura. Ruelas no veía la sexualidad como "esclavitud de la carne", como era el dictado de la época. Pero -advertí- tampoco lo hacía de manera natural.
La segunda ocasión que vi a Ruelas fue en una “faunalia”, un intento de orgía que terminó en un divertido baile y más divertidas persecuciones.
Mientras yo estaba baile y baile, Ruelas observaba a la gente, me dio la impresión de que iba más bien para inspirarse en sus dibujos. En un descanso, tras la persecución de “ninfas”, le dije a Ruelas que por qué nunca cambiaba el gesto amargo.
-Amargas como la hiel, las mujeres –respondió,
seco.
–Con permisito –le dije, porque una ninfeta pasó frente a mí,
provocadora, y la seguí.
Era misántropo, cierto, pero más misógino. Su
misoginia a veces se expresaba en torturas que infringía a las mujeres de sus
dibujos.
Una
tercera vez, me lo encontré, muy de noche, en un bar. “Cauterizo con ajenjo mi
estómago”, me dijo, antes de emitir una mueca que no era sonrisa.
-Un día
prohibirán esta bebida –profeticé-. He viajado al futuro y no se encuentra por
ningún lado.
-Horrible
futuro –respondió-, pero más horrible presente, que no puedo dormir sin estar
ebrio.
Me
platicó una anécdota que repetiría a lo largo de los años: “Cuando estoy acostado sin haber consolado
el sueño con el sopor de los alipuces, cierro los ojos y trato de dormir, pero
no puedo, porque veo en la oscuridad grandes serpientes que se desenroscan en
los rincones de mi alcoba, y prestamente me incorporo, me vuelvo a vestir y me
salgo a la calle hasta encontrar una cantina abierta”.
Si
hubiera estado en Viena, don Julio Ruelas hubiera sido materia de trabajo para
el doctor Freud, quien estaba a punto de ponerse de moda. Pero
no. Ruelas estaba en México, bien pedo, haciendo un dibujo de su servidor, con
cuerpo de mono, que estúpidamente extravié.
No volví
a verlo hasta cerca del año nuevo de 1900. Lo encontré en el Tívoli Veneciano
de Popotla, ebrio. Le
mandé un saludo de parte de un poeta del futuro. Replicó que no me anduviera
con mamadas, que el futuro no existe.
Pocos
años después Ruelas partió hacia París, donde gozó de cierto éxito y continuó
con sus excesos etílicos, hasta que le dio tuberculosis.
La Domadora |
Dos
días antes de morir, Ruelas le encargó a un amigo que partía para México: “Salúdeme
usted a Don Justo Sierra, y dígale que no me vaya a quitar la pensión”. También dio instrucciones para ser enterrado en
Montparnasse, cerca del bulevar, “para oir el taconeo de las chicas”. Tenía 37
años.
“La muerte de Ruelas fue un dibujo de Ruelas”, sentenció el
poeta Rubén Darío.
Tras la muerte de Julio Ruelas, la Revista Moderna le dedicó
un número entero. No había sido sólo ilustrador, también inspiración de poetas. Ruelas es también uno de los padres del surrealismo en
México. El que denuncia la decadencia al mostrarnos su lado oscuro.
Tumba de don Julio Ruelas, en París |